jueves, 29 de diciembre de 2011

Crisis Paradigmáticas


Virtudes de la informática que uno pueda volver a algo que escribió y que haya un registro de la fecha: esto lo escribí el 2 de diciembre de 2009... virtudes de la escritura que uno vuelva a lo que escribió hace dos años y se encuentre con un yo que es pasado pero se creía presente.

Crisis Paradigmáticas

Siempre me gustó Kuhn… lo leí y me partió la cabeza. Pensar la ciencia como progresando bajo marcos paradigmáticos me pareció interesantísimo, explicativo, y muy afín a cierta inclinación relativista-escéptica que siempre tuve. No sé si soy verdaderamente escéptica o me es útil serlo para poder poner todo en discusión. Es probable que sea un rasgo de personalidad disfrazado de tesis filosófica.
Pero cuando la crisis paradigmática se hace carne, se vive, cuando el paradigma anómalo es la propia concepción de la vida, ya Kuhn no me gusta tanto… la sensación, de todas maneras, no puede ser más kuhneana. El paradigma ya no explica, ya no funciona, ya no sirve… las anomalías saltan por doquier y la sensación de crisis es tremenda.
Parece que el adoctrinamiento femenino ha sido tan efectivo en mí que mis crisis paradigmáticas siempre tienden a ser identificables en términos de crisis de la concepción de pareja. O el adoctrinamiento fue eficaz – ¡qué cuerpo dócil el mío! – o quizás los demás aspectos “centrales” de la existencia no han necesitado revisión o revolución. La filosofía sigue su “firme marcha de ciencia”, como Immanuel diría. La amistad es pleno disfrute… y los “ajustes” a la concepción que he tenido que hacerle no han sido más que intraparadigmáticos. La familia, resignificada pero firme también. 
Pero la concepción de pareja no. Allí es donde tiemblo. Allí es donde me desarmo. Allí es donde la incertidumbre se arraiga y destruye.
Y lo miro y sé que lo amo… hago razonamientos del tipo “Esto no me gusta tanto pero respecto de estas otras cosas, no puedo quejarme.” Pero no sé si son falacias o forzamientos, pero son inefectivos. Hay algo que no me gusta. Hay algo que no es lo que yo quería. Hay algo que no es lo que imaginé.
Y la sensación – sensación, sí, sensación, porque la vivencia es que no puedo encerrar y domesticar ese sentir en una reflexión o teoría o interpretación – la sensación es la de la insatisfacción, la de la estafa, la de la decepción.
Las cosas no son como yo creí que iban a ser. Quizás aquí funcione también – en la mostración de su inadecuación o su fracaso – la creencia mostrada como absolutamente falsa de que yo podía “más o menos saber” o predecir, cómo iban a ser las cosas. Bueno, las “cosas” no son como yo “proyecté” que serían. Ni en el sentido de proyecto que alude a mi tan denostada (y necesitada, a la vez, por los demás) “planificación” constante… ni en el sentido más fundamental y existenciario de “arrojarme hacia adelante”, hacia el futuro, con un deseo y una promesa de cumplimiento. Aunque nunca sabré a quién creía yo que le correspondía “cumplirme” el deseo. Claramente sé que yo no pude cumplírmelo a mí misma.
Esto no es lo que yo quería. Pero el problema es el todo y la parte. O la indecisión entre ambos. No es que “todo” (o nada) no es lo que yo quería, sino que la parte que no es se me transforma por momentos en irremediable sinécdoque… en micro-perspectiva de la totalidad. Movimiento absolutamente involuntario – o voluntario desde esa región del ser donde “voluntario”-“involuntario” no tienen sentido. Más que un movimiento, es una fuerza de arrastre… se lleva todo: los intentos de conformarme, la energía (siempre poderosísima en mí, hay que decirlo) para seguir y reproyectar, el entusiasmo, la alegría. La parte me infecta el todo de insatisfacción. Y ahí no sé si hay “cura”, si hay algo que hacer – mentalmente, racionalmente, psicoanalíticamente – para “dejar de dejarme arrastrar”.
Como sea, arrastrada o no hacia la enfermedad del “not enough”, al menos una cosa es clara: el paradigma hace agua. De nuevo, el paradigma me hace agua.
En un tono tan cómico como real, debería confesar que es el segundo paradigma que hace agua. El primero fue el absolutamente heredado acríticamente… hizo agua, mucho agua, se volvió mar, arrasó y me dejó en otra costa. Y luego de tres años de naufragio, la calma fue liberadora. Ya en otra geografía pude festejar – e incluso, ilusamente, vanagloriarme – del paradigma abandonado. Despedí con risas despectivas la normalidad. Dí la bienvenida a la revolución.
Quizás el error fue pensar que había un “nuevo” paradigma constituyéndose. No lo sé… no sé si el posterior es el que hace agua ahora o si sólo era el primero, camuflado en novedad y autoconciencia.
Sólo sé que hace agua. Sólo sé – socratísimamente – que no sé nada. Que no entiendo. Que no tengo idea – ni como idealización, ni como ficción útil, ni como simple lineamiento de acción – de “qué sea” una pareja. No tengo idea. De nuevo, no hay sustancia, hay agua. No hay roca firme, hay arena que se desliza incesantemente entre mis dedos.
No tengo la menor idea. No puedo decidirme entre el develamiento, de nuevo, de la nihilidad de la existencia o mi propia obstinación por hacer surgir la insatisfacción frente a “Lo Verdadero” perdido. No sé si soy yo la que quiere no reconciliarse con “Lo Real” – como si algún procedimiento de aceptación, algún “salto de fe” hacia la incredulidad me pudiera sacar de aquí. No sé si no soy yo y son “las cosas” las que se me resisten.
De todas maneras, “las cosas no son como yo pensaba”. “Las cosas no son lo que yo quería”. Quisiera poder ser humilde, reconocer mi proyección errada y “acomodarme” a la ontología “tal como es”. Pero mi escepticismo no me lo permite. Mi ego tampoco. Me resisto a pensar que, ante “las cosas”, hay que aceptar y “dejar de sufrir”. No es que quiera seguir sufriendo, no es que me guste vivir en la angustia… pero por momentos me parece inevitable. Por momentos me parece que no “me” puedo “acomodar”.
No tengo idea de “cómo las cosas deberían ser”. Sólo sé que esto no es suficiente. Y una parte de mi propia pelea conmigo y con las cosas está dada por no saber si alguna vez algo será suficiente. El temor – obvio, humano, “normal” – es dejar esto por no ser suficiente y “descubrir” que nada nunca será suficiente. No me siento impulsada tan sencillamente hacia una apertura total al advenir – como voluntad de emprender una odisea, de isla en isla, visitando diferentes “insuficiencias”. Lo que querría, es que me alcance. Lo que desearía, es que hubiera sido suficiente.
Pensé que lo iba a ser… las proyecciones y los cálculos “daban”. Y cuando algunas anomalías preanunciaron la insuficiencia, el paradigma ya había sido aceptado y consolidado. “Let´s try it anyway” fue la decisión. Pero ya los “datos” no se acomodan al paradigma. Los cálculos fallaron – al menos, nuevamente, en esa parte que se me sinecdoquiza irremediablemente (if only irony were my figure…).
Falla, fracaso, decepción, insatisfacción… la sensación es y está, se esconde y salta vigorosamente a la superficie. Trabaja en las profundidades o se hace plena visibilidad. Pero es… es más que lo que yo misma soy. Es, con una soberbia ontológica que envidio y padezco.
Me trastoca los horizontes. Ya no sólo lo que “es” no es comprensible. Tampoco el “pasado” que supuestamente constituyó el ahora. Y el futuro pierde consistencia… si es que nunca la tuvo, entonces lo que pierde es la consistencia alegre del deseo que se quiere perpetuar.
El deseo y la insatisfacción – tragicómicamente – me parecen hoy uno. Es tan fuerte lo que sé que quiero como la conciencia de que no lo tengo. Lo sé – como certeza fundante de todo fundacionismo – en la carne, en el cuerpo, en la fuerza, en la vida. Pero ni el espacio ni el tiempo que esa carne demanda se le hacen accesibles.
Y como la narratividad constituye identidades, el relato que me narré – el cuentito que me conté – me parece absolutamente equivocado. No es ésta la historia que me empecé a escribir. No es éste el final que tenía en mente. O debería decir “nudo”. No son éstas las peripecias que pensé que viviría – quizás porque parte de la inadecuación del relato se base en haber pensado que podía eliminar las peripecias. Y siendo éste un relato que no escribí, me siento narrada, me siento escrita, me siento imaginada sin ningún poder de apelación sobre mi propio relato.
Quizás creía – estúpida e ingenuamente – que podía “hacer mi propia historia”. No me gusta que me escriban. No me gusta que “las cosas” se resistan al proyecto mediante el cual intento “enderezarlas” en mi dirección. No me gusta que mi deseo sea frustrado por lo que excede a mi energía.
Y no sé si seguir colisionando mi vitalidad con “las cosas”. En un sentido, es inevitable – en la medida en que la armonía con la ontología me desagrada como alternativa. En otro sentido, es inútil – porque lo único que parece que puede pasar es que mi vitalidad golpee y golpee hasta extinguirse. Y en un sentido más, es indecidible – porque no tengo más paradigma ni narrativa maestra con los que dar sentido a la resistencia o la pasividad.
Querría decir, con orgullo, que sólo me queda “ser lo que soy”. Pero eso también está en duda.

viernes, 1 de julio de 2011

Lo trunco

Lo que queda roto, lo quebrado, eso que parecía ser una gran relato y murió en un episodio.
Tiene una permanencia como dolor de un tipo especial. Duele como una falta, como un vacío, como un agujero en el centro ilocalizable del cuerpo. Duele como lo incomprensible, lo carente de sentido. Como algo que no puede ser identificado ni cosificado. Duele como una nada. Como la nada. Como la nada del ser, el Abgrund, la carencia patente de un suelo donde sostenerse. Duele como el abismo... abismalmente. Paraliza, como la nihilidad. Se siente como un espasmo fuerte, tremendo... que amaina, se va yendo pero con una lentitud tortuosa.
Lo trunco demanda olvido. Exige negación, o al menos alguna vital postergación del recuerdo. Si tenemos suerte, se va desdibujando. Se pierde la definición de sus contornos, sus detalles, sus colores, sus olores. Las imágenes primero son grises, después difusas. En la pérdida de vivacidad, adviene la ganancia de la calma, de la paz para con esa muerte en vida, muerte de lo vivo, muerte de lo que fue bajo el estatuto de pasado. Hacerlo pasado, hacerlo muerto, hacerlo borroso es el signo de la posibilidad de alguna otra alegría. Una que intente desplazar ese goce, esa intensidad, esa fuerza que tuvo lo trunco cuando era proyecto y posibilidad.
Pero vuelve... vuelve como un resto, el resto de una falta. Y vuelve de pronto y como un asalto... una foto, una frase, un objeto... lo que sea que lo evoque. Y más allá de lo borroso, indefinido, muerto, hay una ferocidad del retorno que parece hacerlo, en su carácter de fractura del ser, poderosísimo. Con un poder de tomarnos, por el momento que dure, y dejarnos prisioneros de esa sensación de nada, de no saber, de no entender, de todavía doler. Duele como una fractura del ser, porque si solo somos nuestra propia temporalidad, del deseo y sus intentos de realización, entonces es parte de nosotros también esa herida, ese quiebre, del deseo apostado que no fue, que no se concretó en historia, en realidad. 
No está en ningún lado, como el ser no está en ningún lado. El ser propio, el más mío, que queda fracturado en esa historia que quiso ser, tener, y no pudo. Y como no fue, no está en ningún lugar. No queda nada de eso porque no fue nunca. No es. Es nada. Pero su ser nada pesa, duele, y se carga de una positividad tremenda cuando viene desde el pasado como recuerdo a tomarnos. Un instante que duele, y sigue doliendo, y sigue pesando... y hay que hacer algo para combatir la nada con coseidad, el pasado con presente, el abismo con algún precario suelo estratégico, alguna acción que performe una resistencia.
Hay que escribir, gritar, llorar, hablar, irse, correr... y hay que hacer terapia, alguna terapia, algún proceso de elaboración para resistir ese dolor tan particular de que te duela el alma fracturada, la posibilidad trunca, el agujero oscuro en ese pasado que lo es, porque no fue y no está ya, pero que como episodio de un relato general se resiste a ser incluido... porque no tiene sentido o, mejor, porque si es una fractura es justamente porque todo intento de resignificarlo para tolerarlo solo tiene un éxito transitorio que es su eterno fracaso.
Hay que escribir, escribir y escribir hasta que se vaya, hasta que se pase el momento, hasta que ya no se sienta. Hay que oponer una batalla de agresividad discursiva a aquello ante lo cual ya hemos perdido, pero que insiste en volver a hacernos sentir la derrota y la pérdida. La ausencia de eso que quisimos ser, y que lo quisimos tanto que se vive como un brazo extirpado, una mudez repentina. Qué se puede decir de aquello que ni vive como palabra... Como palabra no nata, se lo combate con letras muertas, escritas, tipeadas, grabadas en un texto como con una cuña, clavándose en el teclado o en la hoja como algún puñal con el cual matar al fantasma.
El lenguaje de la acción viene a nosotros justamente para lograr hacer algo con las palabras. Terapia como tránsito hacia algún segundo momento en el que haya pasado ya lo que volvió. Terapia para verborrágicamente intentar desarmar de alguna manera esa bola de emotividad trunca, todo eso que se quedó en las ganas de seguir siendo, todo ese dolor que se alimentó de la sorpresa de un éxtasis del tiempo en el que un futuro deseado se volvió un presente insoportable y un deseo de pasado. Arrojados a otra costa, a un país extranjero, a un territorio inhóspito... extrañados de aquello que era sentido como tan propio, tan interno, tan yoico. Como un miembro arrancado, como un destierro repentino, hacia una otredad radical, hacia un proyecto contradictorio porque es otro respecto de nuestro deseo. Afuera de un adentro que se autofagocita, se autoabsorbe, hasta solo dejar la huella de un no ser, no ser más, no estar más.
Hay que seguir escribiendo aunque la terapia sea infinita... hay que testimoniar para olvidar, para hacer del episodio "historia" pasada. Hay que seguir combatiendo con todas las fuerzas para que la fuerza del asalto existencial de esa nada constitutiva disminuya, se debilite, se extinga hasta ser esa ceniza semi-encendida con la que se puede convivir, cuando no la vemos. Convivir con la fractura, la nada y el vacío. Seguir viviendo en el terreno inhóspito para habitar esa nueva casa, en la que no nos queda otra opción más que acomodarnos como sea posible. 
Porque el deseo es el de seguir viviendo... es esa misma potencia que implosionó en el episodio, que quiere ahora volver a salir y volver a ser. En la casa nueva, en la tierra no prometida pero cumplida. Esa potencia que ahora escribe y que sangra con energías inagotables por seguir siendo.

sábado, 21 de mayo de 2011

"Author´s block"

Charlando con un querido amigo le propuse la distinción entre "writer´s block" y "author´s block": mientras que el primer término alude a esos momentos en que no se puede escribir en absoluto, el segundo se referiría a la dificultad, por cierto grado de inhibición, de asumir una voz propia, un "yo quiero decir esto". Los dos acordábamos en que es parte de la naturaleza de la universidad la tendencia a programar a las mujeres a ser receptáculos pasivos de la enseñanza masculina y, por tanto, a confundir la "voz de autor" con la voz masculina (claro que esto no es sino una modalidd específica del "hecho" más abarcativo del programar a las mujeres en general para ser receptáculos pasivos de lo que sea).

La posible salida propuesta era dejar de intentar "sonar como un autor", dejar de intentar el "tono académico" - que en el fondo no es sino un tono masculino - y, en lugar de esa tarea indeseable, asumir la incomodidad con esa "voz de autor" (y no "autora"), voz que no es, ni puede ser, "propia", e intentar sonar "como uno mismo", "sonar como sueno yo".

"To sound like me", y no un "to sound like" tan abstracto como cargado de opresión. Esto no puede ser realizado de un momento al otro, como una creatio ex nihilo. Solo puede ser el impulso de un proyecto, la voluntad de direccionalidad, un acto performativo que requerirá reiteración, un recorrido temporal, un volver a hacerse una y otra vez... pero como modificación de la actitud quasitrascendental, vale la pena.

sábado, 7 de mayo de 2011

También se ama a los amigos

Sí, también se ama a los amigos. Decir “se los ama”, quizás no sea la expresión que explique por qué enfatizo el “también”. Quiero decir que uno también se enamora de sus amigos. Se fascina con ellos, los idealiza, los recubre de un halo especial, porque el enamoramiento nos los hace ver únicos, distintos, destacados de entre una muchedumbre de gente demasiado común, demasiado alienada, demasiado extraña, demasiado “otra”. En cambio, el amigo es tan “uno”, tan íntimo, tan parte de lo que somos. Con Merleau Ponty diría que mis amigos son una extensión de mi cuerpo, de mi mente: siento con ellos y en ellos, pienso con ellos y en ellos. En esos maravillosos momentos de íntima comunidad, nos adelantamos a lo que va a decir el otro como si fuéramos a decirlo juntos. O mejor, sabemos – en el cuerpo, no en el concepto - qué piensan, qué sienten, antes de toda expresión verbal.
Comparto con mis amigos un lenguaje, un código, un mundo de símbolos y de significados. Comparto la mayor parte de mis creencias y posiciones… y lo que no comparto, comparto no compartirlo. Podemos discutir horas y horas, hasta la muerte de la noche, el trago y el cigarro… apasionadamente, hasta las puteadas, hasta el extremarse de la posición de cada uno, más por el placer de compartir hasta el más irreconciliable de los debates que por cualquier deseo de terminar teniendo la razón. Y mientras la filosofía, el psicoanálisis, la crítica artística, la política, la autobiografía, la sociología cotidiana y la antropología propia y ajena sobrevuelan la profundidad del diálogo que nos une, el humor es la constante… se dirá lo que sea, se hablará de lo que sea, pero la posibilidad misma de esa comunicación está cifrada en el poder reírnos de todo, de todos, y de cada uno. Hay una unión metafísica increíble en ese momento en que el corazón, la mente y las entrañas se ponen en la mesa de un café o una comida compartida, donde todo lo que soy, todo lo que somos, se expone sin reservas… pero más que el contenido existencial de lo que se expresa, es la risa absoluta el fundamento de toda esa escena, es su condición misma de posibilidad y de existencia. Es mi amigo aquél con quien me río de todo… con quien no hay límite para la burla, para la falta de respeto, para la ironía, para la violencia de la desacralización. Esa risa que es catarsis, esa risa que hace de lo peor, lo más doloroso, lo más difícil de afirmar, algo decible, algo tolerable porque puedo reírme luego de llorar… porque puedo llorar por lo que me duele con la misma naturalidad con la que paso a llorar de la risa por la constatación, en medio de la situación vital de la amistad más auténtica, que finalmente todo es absurdo, todo es comedia.
Es mi amigo quien no se escandaliza de mí, sino que me celebra. Celebra mis exabruptos, celebra mi hablar burdo como me celebra el hablar elevado. Celebra mi afán de cruzar toda barrera de lo ridículo, celebra mi pasión por testear todo límite de lo decible, de lo aceptable, de lo adecuado, de lo educado. Mi amigo es quien se suma a mis picardías o las elucubra conmigo. Mi amigo es el que entiende cuándo empecé a actuar y sabe el guión sin que esté escrito. Mi amigo canta conmigo a los gritos, por la calle, a las dos de la mañana. Mi amigo habla conmigo en voz alta en el colectivo sin medir quién escucha las barbaridades que decimos… y si lo medimos, es para reírnos aún más, para actuar aún más, para ser cómplices en el poner incómodo al público. Mi amigo es quien disfruta como yo que todos los demás son público de nuestras actuaciones. Y más lo disfruta, si son un público cautivo, involuntario, ofendido por la libertad “con la que esos dos hacen esas cosas por la calle”.
Con mi amigo me excedo felizmente… cruzo el límite, alcanzo estados mentales y físicos deplorables y termino tirada en algún lado riéndome de eso. Comparto el exceso, el disfrute del exceso, el disfrute del disfrute.
A mi amigo lo mueve el mismo erotismo vital que mueve cada uno de mis actos. Una libido desmedida que todo lo consume o lo quiere consumir: sea un libro, sea un baile, sea una obra de arte, sea otra mente, sea otro cuerpo… Con mi amigo comparto la exaltación del erotismo. El deseo del deseo. La centralidad del deseo, del Eros, en todo y cada cosa que hago.
Degustamos las anécdotas del otro… somos el lector más ávido del relato en construcción continua y deconstrucción permanente de la vida del otro. Nos sentimos al borde de la butaca en cada peripecia inesperada que atraviesa al otro. Nos conmovemos con la historia, su historia, tanto cuando es el actor más empoderado como cuando es la víctima más pasiva. Somos lectores críticos, lectores involucrados, lectores enamorados del texto y la textura de la historicidad del otro.
Somos nuestros mutuos analistas… fingimos, nos esforzamos al extremo por posicionarnos en alguna objetividad falsa, con tal de dar al otro alguna palabra útil, reconfortante, auxiliadora, iluminadora, potenciadora. Escuchamos las palabras como analistas del discurso. Buscamos la contradicción, el supuesto no asumido, el error conceptual, con tal de dar al otro algo de las habilidades de nuestra mente para ver si podemos en algo colaborar con que se entienda a sí mismo, se acepte, se critique, se reconstruya, se termine de pensar como el proyecto de existencia preciosa que sabemos que es.
Y pedimos lo mismo, necesitamos lo mismo, morimos de deseo por esa divina simetría que nos une al otro. La simetría del don, no del intercambio. La simetría del no tener que ni siquiera pedir simetría, del no tener siquiera que problematizarla. Esa cooriginariedad del ser-amigo-con el otro. Tan poco otro ya, tan parte de mí, tan carne de mi carne, que me duele lo que le duele, me alegra lo que le alegra, me ilusiona lo que le ilusiona, me decepciona lo que lo decepciona.
Mi amigo, que para mí tiene tanta sexualidad como carece de sexo. Porque no siento la rivalidad homosexual ni heterosexual sea de mi género o de otro. Porque si es mi amig@, la categoría misma de género está en cuestión. Cuestionada como mandato, asumida como facticidad, empuñada como lo primero a criticar. Y sin embargo hay un deseo, una libido hacia el cuerpo de mi amig@... Porque lo quiero tocar, lo quiero besar, lo quiero abrazar, lo quiero acariciar… necesito ese contacto, necesito sentirlo. Una libido que acompaña mi enamoramiento… un energía de vida por la que todo eso que siento por y con mi amigo, quiere salir desde adentro, a través de mis brazos, hasta la punta de mis dedos o hasta mis labios, para abrazarlo mucho y decirle cuánto lo quiero. Nunca alcanza un beso en la mejilla. Nunca alcanza la timidez insípida de los modos de saludo cordiales convencionalmente establecidos y repetidos. Nunca saludo a un amigo sin algún dejo de teatro, de escena, de demostración, de actuación, de expresión de “cuánto te quiero”, y “qué ganas tenía de verte”, y “cuánto tengo que contarte,” y “qué lind@ que estás”, y “ojalá este momento no se terminara”.
Sí, uno también ama a los amigos. También está enamorado de ellos. Con un enamoramiento que conoce también ilusión, éxtasis, decepción y reconciliación. Con un enamoramiento que enceguece a la vez que nos hace al otr@ más visible en su más profundo ser que para cualquier otro. Que me hace necesitarlo irrefrenablemente, que me hace necesitar decirle, tocarlo, tenerlo, saberlo conmigo aun cuando no está. Y sin embargo quizás sea en mi experiencia de la amistad donde encuentro un deseo de otro que me es fundamentalmente no angustiante. Un deseo calmo del otro. Un saber que es “mi” amig@ sin implicar ninguna necesidad de posesión. Ni temor de pérdida.
Eso es lo que me fascina de este enamoramiento que atraviesa mi experiencia de la amistad: que es tan parecido al otro, pero sin angustia, sin temor, sin ambigüedad, sin necesidad alguna de certezas o garantías. Que se siente como posibilidad sin fin, como historia eterna. Sin espacio para la incertidumbre, en un tiempo sin límite.
Otro enamoramiento. Otro amor. Y completamente irreemplazable.