viernes, 1 de julio de 2011

Lo trunco

Lo que queda roto, lo quebrado, eso que parecía ser una gran relato y murió en un episodio.
Tiene una permanencia como dolor de un tipo especial. Duele como una falta, como un vacío, como un agujero en el centro ilocalizable del cuerpo. Duele como lo incomprensible, lo carente de sentido. Como algo que no puede ser identificado ni cosificado. Duele como una nada. Como la nada. Como la nada del ser, el Abgrund, la carencia patente de un suelo donde sostenerse. Duele como el abismo... abismalmente. Paraliza, como la nihilidad. Se siente como un espasmo fuerte, tremendo... que amaina, se va yendo pero con una lentitud tortuosa.
Lo trunco demanda olvido. Exige negación, o al menos alguna vital postergación del recuerdo. Si tenemos suerte, se va desdibujando. Se pierde la definición de sus contornos, sus detalles, sus colores, sus olores. Las imágenes primero son grises, después difusas. En la pérdida de vivacidad, adviene la ganancia de la calma, de la paz para con esa muerte en vida, muerte de lo vivo, muerte de lo que fue bajo el estatuto de pasado. Hacerlo pasado, hacerlo muerto, hacerlo borroso es el signo de la posibilidad de alguna otra alegría. Una que intente desplazar ese goce, esa intensidad, esa fuerza que tuvo lo trunco cuando era proyecto y posibilidad.
Pero vuelve... vuelve como un resto, el resto de una falta. Y vuelve de pronto y como un asalto... una foto, una frase, un objeto... lo que sea que lo evoque. Y más allá de lo borroso, indefinido, muerto, hay una ferocidad del retorno que parece hacerlo, en su carácter de fractura del ser, poderosísimo. Con un poder de tomarnos, por el momento que dure, y dejarnos prisioneros de esa sensación de nada, de no saber, de no entender, de todavía doler. Duele como una fractura del ser, porque si solo somos nuestra propia temporalidad, del deseo y sus intentos de realización, entonces es parte de nosotros también esa herida, ese quiebre, del deseo apostado que no fue, que no se concretó en historia, en realidad. 
No está en ningún lado, como el ser no está en ningún lado. El ser propio, el más mío, que queda fracturado en esa historia que quiso ser, tener, y no pudo. Y como no fue, no está en ningún lugar. No queda nada de eso porque no fue nunca. No es. Es nada. Pero su ser nada pesa, duele, y se carga de una positividad tremenda cuando viene desde el pasado como recuerdo a tomarnos. Un instante que duele, y sigue doliendo, y sigue pesando... y hay que hacer algo para combatir la nada con coseidad, el pasado con presente, el abismo con algún precario suelo estratégico, alguna acción que performe una resistencia.
Hay que escribir, gritar, llorar, hablar, irse, correr... y hay que hacer terapia, alguna terapia, algún proceso de elaboración para resistir ese dolor tan particular de que te duela el alma fracturada, la posibilidad trunca, el agujero oscuro en ese pasado que lo es, porque no fue y no está ya, pero que como episodio de un relato general se resiste a ser incluido... porque no tiene sentido o, mejor, porque si es una fractura es justamente porque todo intento de resignificarlo para tolerarlo solo tiene un éxito transitorio que es su eterno fracaso.
Hay que escribir, escribir y escribir hasta que se vaya, hasta que se pase el momento, hasta que ya no se sienta. Hay que oponer una batalla de agresividad discursiva a aquello ante lo cual ya hemos perdido, pero que insiste en volver a hacernos sentir la derrota y la pérdida. La ausencia de eso que quisimos ser, y que lo quisimos tanto que se vive como un brazo extirpado, una mudez repentina. Qué se puede decir de aquello que ni vive como palabra... Como palabra no nata, se lo combate con letras muertas, escritas, tipeadas, grabadas en un texto como con una cuña, clavándose en el teclado o en la hoja como algún puñal con el cual matar al fantasma.
El lenguaje de la acción viene a nosotros justamente para lograr hacer algo con las palabras. Terapia como tránsito hacia algún segundo momento en el que haya pasado ya lo que volvió. Terapia para verborrágicamente intentar desarmar de alguna manera esa bola de emotividad trunca, todo eso que se quedó en las ganas de seguir siendo, todo ese dolor que se alimentó de la sorpresa de un éxtasis del tiempo en el que un futuro deseado se volvió un presente insoportable y un deseo de pasado. Arrojados a otra costa, a un país extranjero, a un territorio inhóspito... extrañados de aquello que era sentido como tan propio, tan interno, tan yoico. Como un miembro arrancado, como un destierro repentino, hacia una otredad radical, hacia un proyecto contradictorio porque es otro respecto de nuestro deseo. Afuera de un adentro que se autofagocita, se autoabsorbe, hasta solo dejar la huella de un no ser, no ser más, no estar más.
Hay que seguir escribiendo aunque la terapia sea infinita... hay que testimoniar para olvidar, para hacer del episodio "historia" pasada. Hay que seguir combatiendo con todas las fuerzas para que la fuerza del asalto existencial de esa nada constitutiva disminuya, se debilite, se extinga hasta ser esa ceniza semi-encendida con la que se puede convivir, cuando no la vemos. Convivir con la fractura, la nada y el vacío. Seguir viviendo en el terreno inhóspito para habitar esa nueva casa, en la que no nos queda otra opción más que acomodarnos como sea posible. 
Porque el deseo es el de seguir viviendo... es esa misma potencia que implosionó en el episodio, que quiere ahora volver a salir y volver a ser. En la casa nueva, en la tierra no prometida pero cumplida. Esa potencia que ahora escribe y que sangra con energías inagotables por seguir siendo.

1 comentario:

  1. En uno de los shows de Bette Midler cuenta ella que camina por la Calle 42. En dirección contraria a ella viene una mujer de mediana edad con un huevo frito en la cabeza. Al principio comenta lo cómico del encuentro con el personaje. A medida que cuenta la historia una reflexión emerge, que va sutilmente cambiando lo ridículo por lo honesto de la conclusión: todos llevamos un huevo frito, alguno lo tenemos afuera, a vista y paciencia de los demás. Pero otros lo llevan dentro.
    El huevo frito era un huevo intacto, pero en algún punto de nuestra historia, ese huevo se rompe, tarde o temprano… y luego se fríe. Me parece una condición ineludible, además de irrevocable de la encarnación. Un agente externo rompe el huevo de un golpe, pero somos nosotros quienes lo fríen.
    Para mí que se rompa el huevo es la condición del ser humano encarnado, porque nos define, y esa definición nos precipita a la desesperación, porque no podemos volver atrás y porque algún día ese huevo se va a podrir, lo que hará imposible que lo ocultemos.
    Entonces, ¿qué se hace con el huevo frito en la frente o en la solapa de la chaqueta? Se escribe, se huye, se vuelve, se sufre, se aguanta, se crea, se cae en depresión, se despierta uno en un ciclo imparable de ira, dolor, desesperación, angustia, miedo, necesidad, odio a alegría, goce, entusiasmo, inmediatez, visión, paz.
    Lo trunco es la condición de estar vivo. Tal vez es la respuesta a tu pregunta en mi poema: ¿por qué las cosas buenas son difíciles, además de buenas? Porque las cosas fáciles son fantasía y se tornan difíciles durante el proceso de hacerse reales; es el encuentro con nuestros límites, el toparse cada vez con ellos. Por eso son buenas, y no mejores, porque hasta ahí no más podemos llegar, pero, como dice Lacan, para hacer tortillas, hay que romper huevos. Y son ricas las tortillas.

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