jueves, 29 de diciembre de 2011

Crisis Paradigmáticas


Virtudes de la informática que uno pueda volver a algo que escribió y que haya un registro de la fecha: esto lo escribí el 2 de diciembre de 2009... virtudes de la escritura que uno vuelva a lo que escribió hace dos años y se encuentre con un yo que es pasado pero se creía presente.

Crisis Paradigmáticas

Siempre me gustó Kuhn… lo leí y me partió la cabeza. Pensar la ciencia como progresando bajo marcos paradigmáticos me pareció interesantísimo, explicativo, y muy afín a cierta inclinación relativista-escéptica que siempre tuve. No sé si soy verdaderamente escéptica o me es útil serlo para poder poner todo en discusión. Es probable que sea un rasgo de personalidad disfrazado de tesis filosófica.
Pero cuando la crisis paradigmática se hace carne, se vive, cuando el paradigma anómalo es la propia concepción de la vida, ya Kuhn no me gusta tanto… la sensación, de todas maneras, no puede ser más kuhneana. El paradigma ya no explica, ya no funciona, ya no sirve… las anomalías saltan por doquier y la sensación de crisis es tremenda.
Parece que el adoctrinamiento femenino ha sido tan efectivo en mí que mis crisis paradigmáticas siempre tienden a ser identificables en términos de crisis de la concepción de pareja. O el adoctrinamiento fue eficaz – ¡qué cuerpo dócil el mío! – o quizás los demás aspectos “centrales” de la existencia no han necesitado revisión o revolución. La filosofía sigue su “firme marcha de ciencia”, como Immanuel diría. La amistad es pleno disfrute… y los “ajustes” a la concepción que he tenido que hacerle no han sido más que intraparadigmáticos. La familia, resignificada pero firme también. 
Pero la concepción de pareja no. Allí es donde tiemblo. Allí es donde me desarmo. Allí es donde la incertidumbre se arraiga y destruye.
Y lo miro y sé que lo amo… hago razonamientos del tipo “Esto no me gusta tanto pero respecto de estas otras cosas, no puedo quejarme.” Pero no sé si son falacias o forzamientos, pero son inefectivos. Hay algo que no me gusta. Hay algo que no es lo que yo quería. Hay algo que no es lo que imaginé.
Y la sensación – sensación, sí, sensación, porque la vivencia es que no puedo encerrar y domesticar ese sentir en una reflexión o teoría o interpretación – la sensación es la de la insatisfacción, la de la estafa, la de la decepción.
Las cosas no son como yo creí que iban a ser. Quizás aquí funcione también – en la mostración de su inadecuación o su fracaso – la creencia mostrada como absolutamente falsa de que yo podía “más o menos saber” o predecir, cómo iban a ser las cosas. Bueno, las “cosas” no son como yo “proyecté” que serían. Ni en el sentido de proyecto que alude a mi tan denostada (y necesitada, a la vez, por los demás) “planificación” constante… ni en el sentido más fundamental y existenciario de “arrojarme hacia adelante”, hacia el futuro, con un deseo y una promesa de cumplimiento. Aunque nunca sabré a quién creía yo que le correspondía “cumplirme” el deseo. Claramente sé que yo no pude cumplírmelo a mí misma.
Esto no es lo que yo quería. Pero el problema es el todo y la parte. O la indecisión entre ambos. No es que “todo” (o nada) no es lo que yo quería, sino que la parte que no es se me transforma por momentos en irremediable sinécdoque… en micro-perspectiva de la totalidad. Movimiento absolutamente involuntario – o voluntario desde esa región del ser donde “voluntario”-“involuntario” no tienen sentido. Más que un movimiento, es una fuerza de arrastre… se lleva todo: los intentos de conformarme, la energía (siempre poderosísima en mí, hay que decirlo) para seguir y reproyectar, el entusiasmo, la alegría. La parte me infecta el todo de insatisfacción. Y ahí no sé si hay “cura”, si hay algo que hacer – mentalmente, racionalmente, psicoanalíticamente – para “dejar de dejarme arrastrar”.
Como sea, arrastrada o no hacia la enfermedad del “not enough”, al menos una cosa es clara: el paradigma hace agua. De nuevo, el paradigma me hace agua.
En un tono tan cómico como real, debería confesar que es el segundo paradigma que hace agua. El primero fue el absolutamente heredado acríticamente… hizo agua, mucho agua, se volvió mar, arrasó y me dejó en otra costa. Y luego de tres años de naufragio, la calma fue liberadora. Ya en otra geografía pude festejar – e incluso, ilusamente, vanagloriarme – del paradigma abandonado. Despedí con risas despectivas la normalidad. Dí la bienvenida a la revolución.
Quizás el error fue pensar que había un “nuevo” paradigma constituyéndose. No lo sé… no sé si el posterior es el que hace agua ahora o si sólo era el primero, camuflado en novedad y autoconciencia.
Sólo sé que hace agua. Sólo sé – socratísimamente – que no sé nada. Que no entiendo. Que no tengo idea – ni como idealización, ni como ficción útil, ni como simple lineamiento de acción – de “qué sea” una pareja. No tengo idea. De nuevo, no hay sustancia, hay agua. No hay roca firme, hay arena que se desliza incesantemente entre mis dedos.
No tengo la menor idea. No puedo decidirme entre el develamiento, de nuevo, de la nihilidad de la existencia o mi propia obstinación por hacer surgir la insatisfacción frente a “Lo Verdadero” perdido. No sé si soy yo la que quiere no reconciliarse con “Lo Real” – como si algún procedimiento de aceptación, algún “salto de fe” hacia la incredulidad me pudiera sacar de aquí. No sé si no soy yo y son “las cosas” las que se me resisten.
De todas maneras, “las cosas no son como yo pensaba”. “Las cosas no son lo que yo quería”. Quisiera poder ser humilde, reconocer mi proyección errada y “acomodarme” a la ontología “tal como es”. Pero mi escepticismo no me lo permite. Mi ego tampoco. Me resisto a pensar que, ante “las cosas”, hay que aceptar y “dejar de sufrir”. No es que quiera seguir sufriendo, no es que me guste vivir en la angustia… pero por momentos me parece inevitable. Por momentos me parece que no “me” puedo “acomodar”.
No tengo idea de “cómo las cosas deberían ser”. Sólo sé que esto no es suficiente. Y una parte de mi propia pelea conmigo y con las cosas está dada por no saber si alguna vez algo será suficiente. El temor – obvio, humano, “normal” – es dejar esto por no ser suficiente y “descubrir” que nada nunca será suficiente. No me siento impulsada tan sencillamente hacia una apertura total al advenir – como voluntad de emprender una odisea, de isla en isla, visitando diferentes “insuficiencias”. Lo que querría, es que me alcance. Lo que desearía, es que hubiera sido suficiente.
Pensé que lo iba a ser… las proyecciones y los cálculos “daban”. Y cuando algunas anomalías preanunciaron la insuficiencia, el paradigma ya había sido aceptado y consolidado. “Let´s try it anyway” fue la decisión. Pero ya los “datos” no se acomodan al paradigma. Los cálculos fallaron – al menos, nuevamente, en esa parte que se me sinecdoquiza irremediablemente (if only irony were my figure…).
Falla, fracaso, decepción, insatisfacción… la sensación es y está, se esconde y salta vigorosamente a la superficie. Trabaja en las profundidades o se hace plena visibilidad. Pero es… es más que lo que yo misma soy. Es, con una soberbia ontológica que envidio y padezco.
Me trastoca los horizontes. Ya no sólo lo que “es” no es comprensible. Tampoco el “pasado” que supuestamente constituyó el ahora. Y el futuro pierde consistencia… si es que nunca la tuvo, entonces lo que pierde es la consistencia alegre del deseo que se quiere perpetuar.
El deseo y la insatisfacción – tragicómicamente – me parecen hoy uno. Es tan fuerte lo que sé que quiero como la conciencia de que no lo tengo. Lo sé – como certeza fundante de todo fundacionismo – en la carne, en el cuerpo, en la fuerza, en la vida. Pero ni el espacio ni el tiempo que esa carne demanda se le hacen accesibles.
Y como la narratividad constituye identidades, el relato que me narré – el cuentito que me conté – me parece absolutamente equivocado. No es ésta la historia que me empecé a escribir. No es éste el final que tenía en mente. O debería decir “nudo”. No son éstas las peripecias que pensé que viviría – quizás porque parte de la inadecuación del relato se base en haber pensado que podía eliminar las peripecias. Y siendo éste un relato que no escribí, me siento narrada, me siento escrita, me siento imaginada sin ningún poder de apelación sobre mi propio relato.
Quizás creía – estúpida e ingenuamente – que podía “hacer mi propia historia”. No me gusta que me escriban. No me gusta que “las cosas” se resistan al proyecto mediante el cual intento “enderezarlas” en mi dirección. No me gusta que mi deseo sea frustrado por lo que excede a mi energía.
Y no sé si seguir colisionando mi vitalidad con “las cosas”. En un sentido, es inevitable – en la medida en que la armonía con la ontología me desagrada como alternativa. En otro sentido, es inútil – porque lo único que parece que puede pasar es que mi vitalidad golpee y golpee hasta extinguirse. Y en un sentido más, es indecidible – porque no tengo más paradigma ni narrativa maestra con los que dar sentido a la resistencia o la pasividad.
Querría decir, con orgullo, que sólo me queda “ser lo que soy”. Pero eso también está en duda.

viernes, 1 de julio de 2011

Lo trunco

Lo que queda roto, lo quebrado, eso que parecía ser una gran relato y murió en un episodio.
Tiene una permanencia como dolor de un tipo especial. Duele como una falta, como un vacío, como un agujero en el centro ilocalizable del cuerpo. Duele como lo incomprensible, lo carente de sentido. Como algo que no puede ser identificado ni cosificado. Duele como una nada. Como la nada. Como la nada del ser, el Abgrund, la carencia patente de un suelo donde sostenerse. Duele como el abismo... abismalmente. Paraliza, como la nihilidad. Se siente como un espasmo fuerte, tremendo... que amaina, se va yendo pero con una lentitud tortuosa.
Lo trunco demanda olvido. Exige negación, o al menos alguna vital postergación del recuerdo. Si tenemos suerte, se va desdibujando. Se pierde la definición de sus contornos, sus detalles, sus colores, sus olores. Las imágenes primero son grises, después difusas. En la pérdida de vivacidad, adviene la ganancia de la calma, de la paz para con esa muerte en vida, muerte de lo vivo, muerte de lo que fue bajo el estatuto de pasado. Hacerlo pasado, hacerlo muerto, hacerlo borroso es el signo de la posibilidad de alguna otra alegría. Una que intente desplazar ese goce, esa intensidad, esa fuerza que tuvo lo trunco cuando era proyecto y posibilidad.
Pero vuelve... vuelve como un resto, el resto de una falta. Y vuelve de pronto y como un asalto... una foto, una frase, un objeto... lo que sea que lo evoque. Y más allá de lo borroso, indefinido, muerto, hay una ferocidad del retorno que parece hacerlo, en su carácter de fractura del ser, poderosísimo. Con un poder de tomarnos, por el momento que dure, y dejarnos prisioneros de esa sensación de nada, de no saber, de no entender, de todavía doler. Duele como una fractura del ser, porque si solo somos nuestra propia temporalidad, del deseo y sus intentos de realización, entonces es parte de nosotros también esa herida, ese quiebre, del deseo apostado que no fue, que no se concretó en historia, en realidad. 
No está en ningún lado, como el ser no está en ningún lado. El ser propio, el más mío, que queda fracturado en esa historia que quiso ser, tener, y no pudo. Y como no fue, no está en ningún lugar. No queda nada de eso porque no fue nunca. No es. Es nada. Pero su ser nada pesa, duele, y se carga de una positividad tremenda cuando viene desde el pasado como recuerdo a tomarnos. Un instante que duele, y sigue doliendo, y sigue pesando... y hay que hacer algo para combatir la nada con coseidad, el pasado con presente, el abismo con algún precario suelo estratégico, alguna acción que performe una resistencia.
Hay que escribir, gritar, llorar, hablar, irse, correr... y hay que hacer terapia, alguna terapia, algún proceso de elaboración para resistir ese dolor tan particular de que te duela el alma fracturada, la posibilidad trunca, el agujero oscuro en ese pasado que lo es, porque no fue y no está ya, pero que como episodio de un relato general se resiste a ser incluido... porque no tiene sentido o, mejor, porque si es una fractura es justamente porque todo intento de resignificarlo para tolerarlo solo tiene un éxito transitorio que es su eterno fracaso.
Hay que escribir, escribir y escribir hasta que se vaya, hasta que se pase el momento, hasta que ya no se sienta. Hay que oponer una batalla de agresividad discursiva a aquello ante lo cual ya hemos perdido, pero que insiste en volver a hacernos sentir la derrota y la pérdida. La ausencia de eso que quisimos ser, y que lo quisimos tanto que se vive como un brazo extirpado, una mudez repentina. Qué se puede decir de aquello que ni vive como palabra... Como palabra no nata, se lo combate con letras muertas, escritas, tipeadas, grabadas en un texto como con una cuña, clavándose en el teclado o en la hoja como algún puñal con el cual matar al fantasma.
El lenguaje de la acción viene a nosotros justamente para lograr hacer algo con las palabras. Terapia como tránsito hacia algún segundo momento en el que haya pasado ya lo que volvió. Terapia para verborrágicamente intentar desarmar de alguna manera esa bola de emotividad trunca, todo eso que se quedó en las ganas de seguir siendo, todo ese dolor que se alimentó de la sorpresa de un éxtasis del tiempo en el que un futuro deseado se volvió un presente insoportable y un deseo de pasado. Arrojados a otra costa, a un país extranjero, a un territorio inhóspito... extrañados de aquello que era sentido como tan propio, tan interno, tan yoico. Como un miembro arrancado, como un destierro repentino, hacia una otredad radical, hacia un proyecto contradictorio porque es otro respecto de nuestro deseo. Afuera de un adentro que se autofagocita, se autoabsorbe, hasta solo dejar la huella de un no ser, no ser más, no estar más.
Hay que seguir escribiendo aunque la terapia sea infinita... hay que testimoniar para olvidar, para hacer del episodio "historia" pasada. Hay que seguir combatiendo con todas las fuerzas para que la fuerza del asalto existencial de esa nada constitutiva disminuya, se debilite, se extinga hasta ser esa ceniza semi-encendida con la que se puede convivir, cuando no la vemos. Convivir con la fractura, la nada y el vacío. Seguir viviendo en el terreno inhóspito para habitar esa nueva casa, en la que no nos queda otra opción más que acomodarnos como sea posible. 
Porque el deseo es el de seguir viviendo... es esa misma potencia que implosionó en el episodio, que quiere ahora volver a salir y volver a ser. En la casa nueva, en la tierra no prometida pero cumplida. Esa potencia que ahora escribe y que sangra con energías inagotables por seguir siendo.

sábado, 21 de mayo de 2011

"Author´s block"

Charlando con un querido amigo le propuse la distinción entre "writer´s block" y "author´s block": mientras que el primer término alude a esos momentos en que no se puede escribir en absoluto, el segundo se referiría a la dificultad, por cierto grado de inhibición, de asumir una voz propia, un "yo quiero decir esto". Los dos acordábamos en que es parte de la naturaleza de la universidad la tendencia a programar a las mujeres a ser receptáculos pasivos de la enseñanza masculina y, por tanto, a confundir la "voz de autor" con la voz masculina (claro que esto no es sino una modalidd específica del "hecho" más abarcativo del programar a las mujeres en general para ser receptáculos pasivos de lo que sea).

La posible salida propuesta era dejar de intentar "sonar como un autor", dejar de intentar el "tono académico" - que en el fondo no es sino un tono masculino - y, en lugar de esa tarea indeseable, asumir la incomodidad con esa "voz de autor" (y no "autora"), voz que no es, ni puede ser, "propia", e intentar sonar "como uno mismo", "sonar como sueno yo".

"To sound like me", y no un "to sound like" tan abstracto como cargado de opresión. Esto no puede ser realizado de un momento al otro, como una creatio ex nihilo. Solo puede ser el impulso de un proyecto, la voluntad de direccionalidad, un acto performativo que requerirá reiteración, un recorrido temporal, un volver a hacerse una y otra vez... pero como modificación de la actitud quasitrascendental, vale la pena.

sábado, 7 de mayo de 2011

También se ama a los amigos

Sí, también se ama a los amigos. Decir “se los ama”, quizás no sea la expresión que explique por qué enfatizo el “también”. Quiero decir que uno también se enamora de sus amigos. Se fascina con ellos, los idealiza, los recubre de un halo especial, porque el enamoramiento nos los hace ver únicos, distintos, destacados de entre una muchedumbre de gente demasiado común, demasiado alienada, demasiado extraña, demasiado “otra”. En cambio, el amigo es tan “uno”, tan íntimo, tan parte de lo que somos. Con Merleau Ponty diría que mis amigos son una extensión de mi cuerpo, de mi mente: siento con ellos y en ellos, pienso con ellos y en ellos. En esos maravillosos momentos de íntima comunidad, nos adelantamos a lo que va a decir el otro como si fuéramos a decirlo juntos. O mejor, sabemos – en el cuerpo, no en el concepto - qué piensan, qué sienten, antes de toda expresión verbal.
Comparto con mis amigos un lenguaje, un código, un mundo de símbolos y de significados. Comparto la mayor parte de mis creencias y posiciones… y lo que no comparto, comparto no compartirlo. Podemos discutir horas y horas, hasta la muerte de la noche, el trago y el cigarro… apasionadamente, hasta las puteadas, hasta el extremarse de la posición de cada uno, más por el placer de compartir hasta el más irreconciliable de los debates que por cualquier deseo de terminar teniendo la razón. Y mientras la filosofía, el psicoanálisis, la crítica artística, la política, la autobiografía, la sociología cotidiana y la antropología propia y ajena sobrevuelan la profundidad del diálogo que nos une, el humor es la constante… se dirá lo que sea, se hablará de lo que sea, pero la posibilidad misma de esa comunicación está cifrada en el poder reírnos de todo, de todos, y de cada uno. Hay una unión metafísica increíble en ese momento en que el corazón, la mente y las entrañas se ponen en la mesa de un café o una comida compartida, donde todo lo que soy, todo lo que somos, se expone sin reservas… pero más que el contenido existencial de lo que se expresa, es la risa absoluta el fundamento de toda esa escena, es su condición misma de posibilidad y de existencia. Es mi amigo aquél con quien me río de todo… con quien no hay límite para la burla, para la falta de respeto, para la ironía, para la violencia de la desacralización. Esa risa que es catarsis, esa risa que hace de lo peor, lo más doloroso, lo más difícil de afirmar, algo decible, algo tolerable porque puedo reírme luego de llorar… porque puedo llorar por lo que me duele con la misma naturalidad con la que paso a llorar de la risa por la constatación, en medio de la situación vital de la amistad más auténtica, que finalmente todo es absurdo, todo es comedia.
Es mi amigo quien no se escandaliza de mí, sino que me celebra. Celebra mis exabruptos, celebra mi hablar burdo como me celebra el hablar elevado. Celebra mi afán de cruzar toda barrera de lo ridículo, celebra mi pasión por testear todo límite de lo decible, de lo aceptable, de lo adecuado, de lo educado. Mi amigo es quien se suma a mis picardías o las elucubra conmigo. Mi amigo es el que entiende cuándo empecé a actuar y sabe el guión sin que esté escrito. Mi amigo canta conmigo a los gritos, por la calle, a las dos de la mañana. Mi amigo habla conmigo en voz alta en el colectivo sin medir quién escucha las barbaridades que decimos… y si lo medimos, es para reírnos aún más, para actuar aún más, para ser cómplices en el poner incómodo al público. Mi amigo es quien disfruta como yo que todos los demás son público de nuestras actuaciones. Y más lo disfruta, si son un público cautivo, involuntario, ofendido por la libertad “con la que esos dos hacen esas cosas por la calle”.
Con mi amigo me excedo felizmente… cruzo el límite, alcanzo estados mentales y físicos deplorables y termino tirada en algún lado riéndome de eso. Comparto el exceso, el disfrute del exceso, el disfrute del disfrute.
A mi amigo lo mueve el mismo erotismo vital que mueve cada uno de mis actos. Una libido desmedida que todo lo consume o lo quiere consumir: sea un libro, sea un baile, sea una obra de arte, sea otra mente, sea otro cuerpo… Con mi amigo comparto la exaltación del erotismo. El deseo del deseo. La centralidad del deseo, del Eros, en todo y cada cosa que hago.
Degustamos las anécdotas del otro… somos el lector más ávido del relato en construcción continua y deconstrucción permanente de la vida del otro. Nos sentimos al borde de la butaca en cada peripecia inesperada que atraviesa al otro. Nos conmovemos con la historia, su historia, tanto cuando es el actor más empoderado como cuando es la víctima más pasiva. Somos lectores críticos, lectores involucrados, lectores enamorados del texto y la textura de la historicidad del otro.
Somos nuestros mutuos analistas… fingimos, nos esforzamos al extremo por posicionarnos en alguna objetividad falsa, con tal de dar al otro alguna palabra útil, reconfortante, auxiliadora, iluminadora, potenciadora. Escuchamos las palabras como analistas del discurso. Buscamos la contradicción, el supuesto no asumido, el error conceptual, con tal de dar al otro algo de las habilidades de nuestra mente para ver si podemos en algo colaborar con que se entienda a sí mismo, se acepte, se critique, se reconstruya, se termine de pensar como el proyecto de existencia preciosa que sabemos que es.
Y pedimos lo mismo, necesitamos lo mismo, morimos de deseo por esa divina simetría que nos une al otro. La simetría del don, no del intercambio. La simetría del no tener que ni siquiera pedir simetría, del no tener siquiera que problematizarla. Esa cooriginariedad del ser-amigo-con el otro. Tan poco otro ya, tan parte de mí, tan carne de mi carne, que me duele lo que le duele, me alegra lo que le alegra, me ilusiona lo que le ilusiona, me decepciona lo que lo decepciona.
Mi amigo, que para mí tiene tanta sexualidad como carece de sexo. Porque no siento la rivalidad homosexual ni heterosexual sea de mi género o de otro. Porque si es mi amig@, la categoría misma de género está en cuestión. Cuestionada como mandato, asumida como facticidad, empuñada como lo primero a criticar. Y sin embargo hay un deseo, una libido hacia el cuerpo de mi amig@... Porque lo quiero tocar, lo quiero besar, lo quiero abrazar, lo quiero acariciar… necesito ese contacto, necesito sentirlo. Una libido que acompaña mi enamoramiento… un energía de vida por la que todo eso que siento por y con mi amigo, quiere salir desde adentro, a través de mis brazos, hasta la punta de mis dedos o hasta mis labios, para abrazarlo mucho y decirle cuánto lo quiero. Nunca alcanza un beso en la mejilla. Nunca alcanza la timidez insípida de los modos de saludo cordiales convencionalmente establecidos y repetidos. Nunca saludo a un amigo sin algún dejo de teatro, de escena, de demostración, de actuación, de expresión de “cuánto te quiero”, y “qué ganas tenía de verte”, y “cuánto tengo que contarte,” y “qué lind@ que estás”, y “ojalá este momento no se terminara”.
Sí, uno también ama a los amigos. También está enamorado de ellos. Con un enamoramiento que conoce también ilusión, éxtasis, decepción y reconciliación. Con un enamoramiento que enceguece a la vez que nos hace al otr@ más visible en su más profundo ser que para cualquier otro. Que me hace necesitarlo irrefrenablemente, que me hace necesitar decirle, tocarlo, tenerlo, saberlo conmigo aun cuando no está. Y sin embargo quizás sea en mi experiencia de la amistad donde encuentro un deseo de otro que me es fundamentalmente no angustiante. Un deseo calmo del otro. Un saber que es “mi” amig@ sin implicar ninguna necesidad de posesión. Ni temor de pérdida.
Eso es lo que me fascina de este enamoramiento que atraviesa mi experiencia de la amistad: que es tan parecido al otro, pero sin angustia, sin temor, sin ambigüedad, sin necesidad alguna de certezas o garantías. Que se siente como posibilidad sin fin, como historia eterna. Sin espacio para la incertidumbre, en un tiempo sin límite.
Otro enamoramiento. Otro amor. Y completamente irreemplazable.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Ensayo

En la entrada anterior los invitaba a la escritura modesta y la lectura loca. Aquí les ofrezco la oportunidad de enloquecer. 
Inicialmente, al ser escrito, se llamó "Ensayo sobre mi estupidez". Hoy prefiero - por muchos motivos, alguno de ellos optimista - presentarlo como "Ensayo". 

¿Por qué me siento más auténticamente yo cuando estoy sola?
Tengo que hablar del amor y del temor. Del amor como temor. Del amor como miedo.
Tengo que hablar de mi heterosexualidad y del deseo de la virilidad. La mía y la del otro.
Del dominio y la libertad. Del ser libre y del estar sola. Del estar con otro y ser dominada.
Del temer al otro como espacio de pareja. Inhabitable, pero espacio. Del entrar con entusiasmo, del desear quedarme, de la permanencia aplastante, del necesitar salir. Y de ser yo de nuevo, yo más auténtica, yo, si sola.
¿Por qué la sensación de estar amando se une al estar temiendo? Temiendo que el otro se vaya, temiendo que el otro no tema, temiendo.
¿Por qué en algún punto, en algún instante, la simetría inicial se me vuelve dominación? ¿Por qué la entrega generosa, el don, se me vuelven obligaciones, expropiación, demanda infinita e insoportable?
¿Por qué no se me hace a la mano la agresividad, la mía, como autodefensa? ¿Por qué tanta paciencia para con la agresividad del otro?
¿Por qué mi único límite posible es el definitivo?
Limitar, agredir, devolver, accionar… contra el otro, para el otro y para mí. ¿Por qué no reinstalar la simetría en el espacio para tornarlo más habitable, más equitativo, más propio y menos ajeno, menos robado, menos quitado, menos ofrecido y retirado?
¿Cuál es mi deseo de virilidad, virilidad del otro y virilidad mía? ¿Qué sostiene mi deseo, que es deseo de estar pero colapsa con el temor y que es deseo de irse, por tanto?
Deseo de poder. Poder para mí, no sobre mí. Poder cohabitar. Poder estar. Poder quedarme.
¿Cuál es mi estupidez, mi infantilismo, mi primitivismo, que hace posible la inhospitalidad del espacio deseado? ¿Cuál es mi fantasía, su arquetipo, su mito fundante, que hace lo deseable imposible de seguir siendo deseado? ¿Qué heroína trágica, entre la pura pasividad dominada y la pura acción liberada, estoy interpretando tan torpemente?
De la dicotomía del yo y algún nosotros. Del puro poder ser y el nihilizarme inaceptable.
De lo que acepto y luego, no. De las condiciones de cualquier “contrato”. Del no contratar, del no pactar, del no ceder, del no otorgar.
Torpe, estúpida, infantil, absurda estructura.
Mecanicismo de la acción y nomologicismo del sentido. Absurdo. Absurdo es seguir habitando el mismo espacio dicotómico. Del ser libre o no serlo. Del estar o no estarlo. Del adentro o el afuera. Del todo o nada.
¿Cómo será estar, estar amando, permanecer en el relato amoroso, sin temor, en la autenticidad, en el no temer ser auténtica? ¿Con la falta como el “aún no” y no como defecto, carencia, degradación? ¿Cómo no temerle a la falta y tener alguna, alguna falta, con la que se pueda vivir?
Ser yo y sin miedo. Ni al otro. Ni a mí. Ni a mi falta. Ni a los “ni”.
Insensatez del sí completo. Innecesario.
Y vivir el adentro más ampliado, más grisáceo en sus bordes, más difuso, más gradual, más desvanecido en sus fronteras. Ni todo adentro ni nada afuera.
Ni pura inteligencia ni toda estupidez. Sin temor a ser algo tonta, algo común, algo incompleta. Libre de la totalidad y de los totales adjetivos. Libre de culpa y culpabilización.
Se trata de seguir el deseo de libertad abandonando el deseo como dominio. Ni ser dominada, ni tener que liberarme. Desear ser libre con otro. Libres en yuxtaposición. Que el deseo no pase por el dominio, que la liberación no se vuelva deseable. Que se pueda estar sabiendo que se puede no estar, no estar en algo, no estar de algún modo, no estar en algún momento, no estar en todo. Ni en todo, ni puro adentro, ni pura prisión, ni puro malestar.
¿Cómo dejar de invitar al arrasamiento? ¿Cómo dejar de invitar a entrar? ¿Cómo ofrecer el límite, el del cuerpo, el del tiempo, el de los espacios, el de los pensamientos, el de las energías, el de las esperas, el de la paciencia, el de la inteligencia?
¿Cómo empezar a ofrecer el grito y no la lágrima, el “basta” y no el “más aún”? ¿Cómo faltar al otro, cómo no entregarlo todo, cómo no esperarlo, tampoco?
Quizás, en la honestidad del deseo, que es a la vez egoísta y donante, deseo de tener y deseo de dar. Deseo de estar, y quedarse, y habitar, y permanecer, sin ser promesa, sin ser acuerdo, sin ser garantía.
Sólo así es un deseo libre, sin ser deseo de libertad. Y es un deseo como don de mí al otro en falta, con falta, en la falta y con el otro en sus faltas.  No como dominio, no como usufructo de poder. Sin Señores ni Señoras. Sin ser de. En el ser con.
Siendo auténticamente. Siendo yo, un yo, este yo. Sólo eso, hasta ahí, en el límite.

Escritura / Lectura

Tantas razones hay para escribir... y sin embargo también solo se escribe "por escribir". A veces, ni "por escribir", sino porque no queda otra salida. La escritura que es catársis, la escritura que es alivio, la escritura que es necesaria y libre, a la vez.

Mi amado Roland Barthes me ha enseñado tanto sobre esto... sobre escribir, sobre leer, sobre usar el lenguaje y habitarlo.

Por eso, un poco de Roland para pensar qué sucede "en"  y "por" la escritura:

(...) "tan solo la escritura es capaz de romper la imagen teológica impuesta por la ciencia, de rehusar el terror paterno extendido por la abusiva "verdad" de los contenidos y los razonamientos, de abrir a la investigación las puertas del espacio completo del lenguaje, con sus subversiones lógicas, la mezcla de sus códigos, sus corrimientos, sus diálogos, sus parodias; tan solo la escritura es capaz de oponer a la seguridad del sabio - en la medida en que está "expresando" su ciencia - lo que Lautrémont llamaba la "modestia" del escritor."

Pero la modestia del escritor - bello nombre, para el pleno ejercicio del deseo de escribir - requiere de un lector, de la lectura. Y según Roland, otra vez,

(...) "una "auténtica lectura", una lectura que asumiera su afirmación, sería una lectura loca, y no por inventariar sentidos improbables ("contrasentidos"), no por ser "delirante", sino por preservar la multiplicidad simultánea de los sentidos, de los puntos de vista, de las estructuras, como un amplio espacio que se extendiera fuera de las leyes que proscriben la contradicción (El "Texto" sería la propia postulación de este espacio)."

Escritura modesta, lectura loca... esa es mi invitación.

lunes, 17 de enero de 2011

“El viento en un violín”

En “El viento en un violín” (http://www.santiagoamil.cl/es/?p=4218), Claudio Tolcachir escribe y dirige una obra que plantea la pregunta por la parentalidad, por el ser madre, el ser padre, el serlo desde el deseo y el serlo desde la facticidad, la realidad.

Celeste y Lena son una pareja joven (respectivamente, Tamara Kiper e Inda Lavalle). Celeste es una chica con problemas de salud, física y mental. Celeste es la debilidad femenina típica. Lena asume un rol más masculino en la pareja, de protección, incluso de cierto liderazgo. Ambas se aman con intensidad: Celeste ama desde la inocencia, la infantilidad, el delirio y la sumisión. Lena ama desde la posesividad, la fuerza, la decisión, la planificación. Viven en un hogar precario, humilde, del Gran Buenos Aires. Lena trabaja, para sostener a su pareja y su proyecto: Celeste y Lena quieren, desean con todo su ser, ser madres.

Celeste es hija de Dorita, personaje genialmente interpretado por Araceli Dvoskin. Dorita entiende y no quiere entender, a la vez, que la hija “tiene una novia”. Pero al fin y al cabo todo lo acepta, todo lo asume, todo lo carga con naturalidad a una mochila ya pesada de ser la madre de una hija muy enferma, que nadie creía (más que su propia madre) que viviría tanto. Mochila donde el yugo del trabajo cotidiano, en su casa y para sostener su casa, se lleva sin chistar. Dorita es estimada por la mujer que la contrata como mucama, Dora es “Dorita” para todos. Pero también es agredida verbalmente, manipulada, explotada. Y Dorita todo lo que viene lo asume y lo acompaña, incluso tarareando alguna canción, probablemente una canción de cuna o una canción popular… porque Dorita sigue, sigue y sigue, y hasta puede tararear sin inmutarse, como su adaptación y sometimiento a la normalidad de lo dramático le permiten.

La “señora” para la que trabaja Dorita es “Mecha” (Miriam Odorico). Mecha enviudó tempranamente y es el único sostén económico y parental de su familia, constituida por su hijo único, Darío. Mecha exhibe una neurosis y una histeria deliciosas. Se queda dormida, se despierta exaltada, inventa excusas para justificarse frente a su lugar de trabajo porque llega tarde a las reuniones, le grita y la putea a Dorita para que le traiga rápido su ropa, así como en el medio habla con Dorita para hablar de ella misma en un monólogo o para darle un lugar de expresión a Dorita, que rápidamente le quita para seguir monologando. Pero logra al menos retener, del poco espacio que le dio a Dorita, cómo ella “está peor”, cómo Dorita “sí que tiene problemas” – lo retiene para disminuir los problemas con los que le viene su hijo, no los suyos propios. Mecha no tiene problemas económicos. El problema de Mecha es su hijo, Darío.

Darío (Lautaro Perotti) es el hijo adolescente eterno, el hijo “eterno”. No termina la carrera, no consigue trabajo, va a terapia y cree saber más que su analista. Vive sofocado por su madre – pero no hace nada para liberarse del ahogo. Darío está “en la nada”. Mecha padece como una preocupación constante que su hijo “no va hacia ningún lado”, pero por otra parte se repite constantemente a sí misma – en el monólogo permanente que sostiene, ya sea sola o en los falsos diálogos con otros – que “Darío ya va a arrancar”.  “A Darío le faltó la presencia del padre”, es eso. Es decir, Darío no tiene responsabilidad sobre sí mismo y quién es. Pero “ya va a arrancar”. Mecha constantemente malcría a su hijo, lo sobreprotege, inventa lo que sea para favorecer que “se encamine” – le paga a compañeros de la facultad para que se queden a estudiar con él, interviene en su terapia, le paga al analista para que lo contrate en su consultorio, pero sin decir que fue idea de ella ni decir que es ella la que le pagará el sueldo. Mecha le inventa todas las facilidades posibles a su hijo para hacerle creer que avanza, que es alguien, que tiene valor… y con cada artilugio y estrategia solo consigue disminuirlo más, hacerlo sentir más “hijo”, más dependiente, más incapaz. Y quizás haya que preguntarse si a Mecha sus intentos “denodados” de madre por ayudar a su hijo “le salen mal” o le salen exactamente como ella quiere.

Dos cuestiones sobre la parentalidad aparecen subrayadas en la obra: el deseo de tener un hijo y el deseo de ver al hijo hacer una “buena vida” o “ser feliz”. Los dos temas se relacionan, se entrecruzan, se solapan: es el hijo como proyecto y el hijo como realidad – donde toda realidad del hijo es igual un proyecto, en alguna medida, para sus padres.  Creo que en dos escenas fundamentales de la obra se abre la oportunidad de la reflexión sobre este tema doble.

La primera escena que quiero destacar es aquella en la que se somete a discusión quién “debe” criar al hijo que Celeste va a tener. Ese hijo fue concebido por Celeste y Darío, habiendo forzado Lena a Darío a acostarse con Celeste – el plan inicial era que Celeste lo sedujera y tuviera sexo sin preservativo con él, pero cuando ese plan fracasa, Lena decide llevar a cabo su objetivo de que Celeste se embarace de todos modos, amenazando a Darío con una navaja. Darío había sido elegido por la pareja (como donante inconsciente de esperma) entre un grupo de gente en una fiesta de egresados. Ni Celeste ni Lena ni Darío sabían que estaban relacionados a través de Dorita – mucama en la casa de Mecha y Darío; madre de Celeste. La “violación” de Darío y sus perpetradoras sale a la luz gracias a las cámaras de seguridad de la casa de Darío, que registraron la entrada forzada de Lena y su navaja.

Toda la peripecia anterior culmina en Celeste y Lena amenazadas por Mecha de enfrentar la prisión – Mecha, quien, como no podía ser de otra manera, asume el control de la situación frente a su hijo “víctima” (aunque no sin algún margen de conflicto para someterlo a su voluntad). Pero Mecha no quiere la cárcel de las perpetradoras, quiere el bebé. Y se dispone a negociar para conseguirlo. Y la negociación es fácil: o se aceptan sus términos, o Lena y Celeste van a la cárcel (en todo esto es genial el silencio del personaje de Dorita… Dorita no opina, no lucha, no discute… espera las consecuencias para sobrellevarlas. Dorita seguirá, ante cualquier nuevo acontecimiento y sus consecuencias, tarareando mientras hace algún quehacer doméstico).

Pero no solo cuenta Mecha con las armas de la negociación a su favor, Mecha también cuenta con la “lógica” argumentativa por la cual, bajo cualquier premisa, la conclusión más “razonable” es que ese bebé lo críen ella y su hijo, en su casa acomodada (seguramente de algún lugar de la Capital Federal). “La mejor vida” la tendrá ese bebé en las “mejores condiciones” que pueden ofrecerle ellos: una casa con comodidades (no como el hogar precario de Dorita y su hija); mayor seguridad económica; mejor educación; bienestar general. Todo indica, irrefutablemente, lógicamente, que ese bebé estará mejor en la casa de Mecha. Mecha afirma, con la tranquilidad de quien tiene toda la razón de su parte, que el “simple deseo” de ser madres de Lena y Celeste no alcanza para darle una buena vida a ese bebé. El deseo es egoísta. Ese deseo no es suficiente para garantizarle un buen futuro al bebé en camino. Mecha argumenta conclusivamente. Tiene toda la razón. Tanta razón, que no hace falta ninguna emocionalidad en sus palabras… Mecha no se inmuta demasiado al hablar. Habla con calma, sentencia, dictamina, con absoluta tranquilidad, como quien expone el resultado de un cálculo matemático.

La argumentación intachable de Mecha convence a cualquiera de la exactitud de sus inferencias racionales. Pero es Lena quien rechaza la argumentación. La repulsa, la intenta eliminar con toda la emocionalidad de que está cargado su proyecto. “Ese bebé es nuestro”. Es su hijo, el hijo de su amor, el hijo que hace carne su proyecto de humilde vida feliz con Celeste. No le importan las razones, los cálculos, los argumentos a Lena… Lena solo sabe que ama a ese hijo, que lo desea, que es “suyo”. Tan suyo antes de ser siquiera algo en el mundo, que la desesperación la puede como para hacerlo venir de cualquier modo… Lena se arrepiente de forzar a Darío cuando su plan falló. Pero no había otra salida. No había otra opción. Lena desespera ante el deseo de su hijo y la imposibilidad de tenerlo de otro modo – porque la vida precaria de Lena y Celeste no admite los lujos tecnológicos de la inseminación artificial. Sus posibilidades son mínimas, y ante lo mínimo posible solo cabe la desesperación para llevar adelante el deseo.

El amor desesperado de Lena por su hijo, por su Celeste, por esa familia que quiere ser, no desconoce la impecabilidad lógica de las palabras de Mecha. Pero eso no importa. Mecha tendrá toda la “razón”, pero Lena tiene el “deseo”. Y razón y deseo discuten en planos distintos. O no?

Hay que ver más allá de los polos existenciales en los que Mecha y Lena se posicionan.  Rascando un poco la superficie, tan lejos no se encuentran.

Lena tiene “sus razones”. Lena tiene sus argumentos. Tan válidos como los de Mecha. Lena quiere ser feliz y, para ser feliz, quiere su familia. Su mujer y su bebé. Y en realidad no duda de que ese bebé tendrá una “buena vida”, porque la buena vida para Lena es ser el destino del amor inmenso que tiene para esa criatura aún no nacida. Para Lena, que vive en la precariedad, el margen, la carencia, no son esas las verdaderas “faltas” en una vida: la “falta” es falta de amor, es falta de deseo, es falta del ser que se ama y se desea – ya sea Celeste, ya sea el hijo de ambas. Lena tiene muy en claro sus premisas y sus conclusiones. Lena tiene muy en claro sus objetivos y los medios para alcanzarlos. No es el personaje de la pura “emotividad”. No, Lena tiene una razón que todo lo justifica y que todo lo impulsa: la razón del amor que busca para su vida, una vida con Celeste, su bebé, una vida en familia – la familia que ella se quiere procurar, la familia que ella desea, y no la “familia” tal y como se la venden quienes luego se arrogan el deseo de dictaminar qué es una “buena vida”. Lena atravesará todo y  transgredirá todo (para lo que ya está habituada, desde su homosexualidad) para ser quien ella quiere ser: una madre, en “su” familia.

Mecha tiene su “deseo”, la verdad detrás de las “razones” esbozadas. Más aún, no la motivan sus argumentos. Mecha también (al igual que Lena) es llevada por el deseo: el deseo de “otro” hijo, no otro como “siguiente”, sino otro como “reemplazo”, como “nueva oportunidad”, como “redención”, frente a ese hijo que dice amar pero que en realidad también desprecia. Frente a ese hijo del que intenta convencerse que “ya va a arrancar”, para no ver que no quiere, que no arranca porque no quiere. Mecha pone tantas expectativas en el futuro de su hijo como decepción siente en su presente. El deseo de que a Darío “le vaya bien” es tanto deseo de bienestar para el hijo querido como juicio moral sobre “lo mal” que le va – mal que se ha buscado él, mal que se merece por inútil.

El personaje de Mecha pone de manifiesto, trae a la expresión en su unicidad, la dualidad de la maternidad: ese amor absoluto por el hijo, por el cual se sufre, se llora, se teme, se ruega que sea “feliz”, “normal”, amor que también puede ser despótico, cruel, agresivo… porque el hijo de Mecha “va a ser feliz”, lo quiera o no.
Y así viene la segunda escena que me parece fundamental en la obra. Es una escena tan tremenda que causa en el público tanto horror como risa… porque uno se ríe de lo absurdo, pero también se ríe de aquello que asusta, como asusta la más oscuro y verdadero. Lo más ocultado pero no menos real por eso.

Se produce una discusión entre Mecha y Darío. A lo largo del problema de la negociación para definir dónde se quedará el bebé, Darío primero se somete a su madre, pero no del todo.  Él entiende el deseo de Lena y Celeste y quiere que ellas también sean parte de la vida del bebé. Y también descubre su deseo: su deseo de ser padre, de ser parte, de participar, de volverse agente por una vez frente a un acontecimiento tan inesperado como habilitador para su vida sin rumbo. Cada tanto Darío discute frente a los planteos de su madre, ante la extorsión a la que somete a Lena, Celeste y Dorita. Su sumisión se va desdibujando.

En medio de un punto álgido de enfrentamiento entre Mecha y Darío, Mecha se pone violenta, agresiva y golpea a su hijo al punto de hacerlo caer al suelo. Lo golpea y le grita: “vos sos normal, vos sos normal”, con  toda la intensidad de quien se quiere convencer de lo que no cree, con toda la intensidad de quien quiere doblegar al otro para que haga lo que “ella” quiere. Y en el momento culminante de ese furor de Mecha – señora muy educada y delicada, que pierde sus estribos completamente, al punto que el elegante pañuelo que lleva en los hombros se vuelve parte del puño con el que golpea a Darío -, patea al hijo tirado e indefenso, gritándole: “Vos vas a ser feliz!!!”.

Escena brutal como es brutal ver con claridad lo que las buenas maneras y las razones prolijas esconden. La brutalidad del amor de la madre. Brutal para su hijo, tornándose en violencia contra él. Darío está obligado a ser feliz para su madre. “Vos vas a ser feliz”. No es una opción, no es una elección, es la demanda absoluta de la madre al hijo, demanda en la que se cifra la justificación de “todo lo que ha hecho por él”. Todo su sacrificio se paga con un solo sacrificio: el del hijo, de ser “feliz” para su madre, a cualquier precio. Pero la brutalidad también se ejerce contra Mecha, contra su propia “buena vida”. Mecha, como “madre”, no puede sino garantizar la felicidad de su hijo, aunque esa felicidad sea su miseria. La miseria de la vida de Mecha es no poder dejar a su hijo ser, ser libre, buscar su camino… no poder soltarlo, no poder separarse de su rol de madre. La maternidad de Mecha asfixia a Darío, como la asfixia a Mecha… al fin y al cabo, la liberación le llegará a Mecha cuando nada salga como ella lo quiso y pueda gritar su decepción. La decepción que Darío es para ella, la asfixia que para ella fue ser su madre. Mecha se liberará – como quien es a la vez libre y despojada – cuando asuma y grite (una vez más): “La vida no tiene sentido, Darío. Y eso es maravilloso”.
Mecha se libera del yugo de dar “sentido” a su vida como madre, de dar “sentido” a la vida de su hijo como “direccionalidad” hacia la felicidad y la normalidad. Se libera de esperar que toda su miseria y neurosis adquieran justificación. No, no la hay, y ser liberada de esa espera del sentido la hace libre. Pero también la despoja, la deja vacía… Mecha termina yéndose a su cama y de allí no sale.

La obra termina con una escena conciliadora, entre graciosa y esperanzadora: Darío se va a vivir al conurbano con Lena y Celeste. Ahí, en ese lugar tan marginal, Darío cierra la obra abrazando a su bebé. No sabemos si es feliz o no, pero aparentemente encontró algún lugar para llamar “suyo”. Una familia nueva, diferente, diversa, se inicia… no sabemos qué será de esa maternidad y esa paternidad tan nuevas. Pero sí sabemos donde terminó la maternidad de Mecha – en la catarsis, el grito desesperado, y nada más.

sábado, 8 de enero de 2011

"El Capote"


"De una cárcel, los fantasmas pueden entrar y salir, pero los hombres no."


Comenzando la obra encarcelados, pero ya despidiendo gracia y comicidad en esa escena claustrofóbica, los actores búlgaros Nina Dimitrova y Vassil Vassilev-Zuek comienzan a actuar y narrar "El Capote" (http://www.santiagoamil.cl/es/?p=4161) Lo actúan porque es el nombre de su obra, pero a su vez narran, con una mínima cantidad de recursos pero una máxima experticia, expresividad e inteligencia, el relato de Gogol.

Es imposible para mí escribir sobre la obra sin sentirme tironeada entre atender a la función denotativa y la función metalingüística del análisis. En otras palabras, no puedo separar la descripción de la obra de la indagación sobre el código empleado en ella, de los recursos artísticos e imaginativos maravillosamente desplegados por los excelentes actores. No solo excelentes, sino agradabilísimos también: tuvimos la oportunidad de saludarlos, felicitarlos y charlar brevemente con ellos al final de la función, y se mostraron infinitamente amables y agradecidos, simpáticos y entusiasmados con nuestra devolución verborrágica, nuestro torpe intento de hacerles saber el disfrute absoluto de su arte.

Decía que me cuesta escribir sobre la obra sin hablar de los recursos mismos que la codificaron y permitieron comunicarla. Pero creo que no se trata de una dificultad, sino de un logro de la pieza. En "El Capote" se disfruta tanto las actuaciones, el relato, el giro optimista final agregado a la tragedia representada, como se disfruta la maestría absoluta con la que el texto es representado no solo por el cuerpo y las voces de los actores, sino también por una serie de estructuras móviles, telas, cintas adhesivas, etc., que se metamorfosean constantemente en capotes, cárceles, cuerpos, personajes, trampas, libros, lapiceras, etc., etc., etc.

Los cuerpos de Nina Dimitrova y Vassil Vassilev-Zuek se prestan, con una plasticidad y un autodominio envidiables, a representar dos temerosos y graciosos testigos de la tragedia del pobre e insignificante Akaki Akákievich y su capote. Le cuentan al público, devenido por la magia de los actores en "Señores del Jurado", la increíble historia del robo del capote, la muerte de Akaki Akákievich y su venganza como fantasma.

Las voces de Dimitrova y Vassilev-Zuek también se multiplican entre sus personajes originales, y el resto de pequeños personajes que crearan con sus voces y sus recursos. No puede dejar de mencionarse aquí que los actores búlgaros se aprendieron el texto en castellano, en un castellano clarísimo que eliminó el obstáculo idiomático para la representación.

Y luego los recursos: esto hay que verlo, no puede ser contado. Comenzando a actuar desde dentro de una estructura que simula una cárcel, agregando formas geométricas y móviles, que se reutilizan al infinito convirtiéndose en una y otra cosa para llenar el relato verbal de imágenes concretas, y hasta haciendo pasar un pedazo de goma espuma por rostro expresivo de Akaki Akákievich, toda la obra es un despliegue asombroso e hilarante de técnica, capacidad creativa... y todo movimiento creador cronometrado hasta el último segundo para transformar, transfigurar, los elementos diversos en cosas, personas, espacios.

Ahora bien, hasta aquí podría pensarse que todos estos recursos cumplen un rol ilustrativo, un rol de complementación del relato contado por los expertos clowns... pero creo que hay más para ver. Creo que la tensión denotativo-metalingüística presente en la experiencia del espectador es un objetivo de la obra, no un aspecto accesorio. Creo que hay una tensión entre la tragedia denotada - el relato de Gogol, la vida mísera y la muerte absurda de Akaki Akákievich y su venganza postmortem - y el optimismo expresado a través de la creatividad ad infinitum del código empleado, de los recursos artísticos con los que el relato es comunicado.

La obra comienza, como dije antes, con los actores encerrados en una cárcel. La escena de opresión y sumisión, sin embargo, por las mismas caras de sus intérpretes, no deja de ser cómica (y no solo trágica) para su público. En esa escena de encierro es que uno de los personajes se compara con el fantasma - aquel del que tienen que dar testimonio al jurado, sabiendo que no les van a creer. Y dice del fantasma que "puede entrar y salir cuando quiere de una prisión, porque es un fantasma." Pero reflexiona comparativamente que los hombres no pueden, no podemos. La inmaterialidad del fantasma lo hace libre, libre de entrar y salir cuando quiera, libre de toda cárcel.

Y al final de la obra - cuando toda la tragedia de Akaki Akákievich fue relatada, cuando todos los recursos expresivos fueron utilizados (para contarnos la historia al público real y para testificar frente al jurado imaginario), los personajes vuelven a la prisión. Vuelven a la prisión y a la reflexión sobre el adentro y el afuera. El encierro y la libertad. Y pensando en el adentro y el afuera, uno de los personajes sale de la cárcel. No puede creerlo. Solo lo intenta y lo logra. El segundo personaje queda estupefacto. Intenta torpemente salir, pero no puede. En un segundo y más determinado intento, lo logra. Y salen los dos de la cárcel. Como pudo el fantasma pueden ellos. Y gritan: "Somos libres". "Nosotros somos libres". La tragedia contada del Capote culmina en una comedia representada y un final romántico, un final al grito de "Nosotros somos libres".

¿Cómo entender esta aparente contradicción? ¿Cómo aunar el relato trágico de Gogol con el afán romántico-cómico del mensaje final de esta versión del Credo Theatre?

Les esbozo mi respuesta: la clave está en los recursos. La clave interpretativa de cómo salirse con la suya presentando una tragedia y dejándonos un final optimista, está en lo que los artistas hicieron con la "cárcel" original. Esa estructura que era al inicio de la obra una cárcel que los encerraba - y que les hacía envidiar del fantasma la inmaterialidad para escapar - se transforma a lo largo de toda la obra en un "recurso" para la creación y la liberación. En la mil y un maneras en que armaron, desarmaron, torcieron, acostaron, pararon, cruzaron esa estructura, en las mil y un manera en que con retazos de tela, cartón, cintas, crearon personajes y elementos, en la mil y un manera en que hicieron de esa cárcel el escenario en el que desplegar la narrativa, he allí la liberación. ¿Es que hay acaso una metáfora más clara del "liberarse" que aquella que transforma una prisión en posibilidad artística? ¿Y que transformándola, la supera, la elimina?

Esa cárcel en la que la obra empieza, porque es vista como "cárcel", hace imposible al hombre salir de ella. Pero luego, la materialidad de la cárcel, que contra la materialidad del cuerpo humano, logra atraparlo, esa misma materialidad se vuelve herramienta para la imaginación, se torna maleable casi como un líquido para hacer de ella lo que sea para contar una historia. Y si hay herramienta, hay creador. Si hay herramienta, hay usuario, hay artista. Y el artista hace con la materialidad lo que quiere. Solo necesita de su imaginación y de la complicidad de su público para hacer de esa cárcel, una infinidad de posibilidades. He allí la libertad conquistada a lo largo de la obra. Como los mismo artistas plantean, una libertad del espíritu humano que no puede ser encerrada, que no puede ser limitada ni "encapotada".

Es por eso que al final de la obra lo único que queda por hacer, lo que es una obviedad, es que esa estructura móvil que adquirió mil formas y contó una tragedia, puede ser empuñada, tomada e invertida. Puede ser otra cosa solo porque la mirada sobre ella así lo quiere. Y entonces los cómicos personajes encerrados al principio, tímidos y temerosos de que los "Señores del Jurado" los condenen, pueden gritar que son libres. Pueden darse cuenta de que entonces pueden ellos también, como el fantasma, salir de la cárcel. Y gritan que son libres, y se lo gritan al jurado, al público.


Es el grito del artista, de la libertad de hacer con la imaginación lo que se quiera. De transformar una nimiedad material en una inmaterial grandeza. Es la libertad creativa que el artista detenta y que hace su carne, su cuerpo, su devenir. Que el artista goza y que nos intenta comunicar.

Sobre el efecto real de esa libertad de la imaginación en quienes somos el público y jurado, vale la pena seguir pensando.

jueves, 6 de enero de 2011

"Las analfabetas"

En "Las analfabetas" (http://www.santiagoamil.cl/es/?p=3846), una mujer de mediana edad y analfabeta - Ximena - contrata a una profesora de Lenguaje y Comunicación - Jaqueline - para que le lea el diario. El conflicto entre ambas se instala cuando la profesora, que no estudió para leer diarios sino para enseñar a leer y escribir, se resiste a la tarea mínima que su "cliente" le solicita e intenta transformarla en "alumna". Más urgente se vuelve su deseo de enseñar cuando está en juego también que Ximena pueda leer la carta que su padre le dejó al abandonar el hogar cuando ella era una niña.
El conflicto entre el deseo de enseñar de la profesora y la resistencia de la analfabeta se sostiene en una lazo de afecto ya constituido. Lazo que - como toda relación humana - viene acompañado de disputa. La profesora por momentos asume un rol paternalista al que Ximena inteligentemente rechaza. Ximena en ocasiones expresa su frustración con agresividad verbal... Ximena habla siempre desde el lugar de quien ya no espera nada. Una de las frases iniciales del personaje es "De tanto creerse una ciega, empieza a ver todo borroso". Resignación, por una parte, y humor satírico, por otra, hacen del personaje de Ximena una analfabeta en términos de lectura y escritura, pero a la vez, un personaje sabio, que puede reírse del sinsentido, que puede mostrar su saber respecto de la vida y sus miserias.
A Ximena le mataron una hermana. La hermana de Ximena era lesbiana. 
Ximena sabe de las miserias de una vida en la pobreza y en el margen: fue al colegio, nunca aprendió a leer, pero nadie se dio cuenta. Ximena no quiere que la traten como burra. Ximena odia la palabra "analfabeta". Y cuando en una discusión, Jacqueline la denomina de ese modo, Ximena la cachetea con toda la fuerza de quien resiste ser tratada como menos y con toda la frustración de quien así se siente.
Ahora, Ximena sí sabe bailar... lo disfruta, y a esto volveremos.
Jacqueline es un personaje que inicialmente se muestra chato. Es la maestrita buena, dulce, simpática, pura confianza en la iluminación del saber, en la "verdad" que solo los "libros" dicen - haciéndole un comentario sobre cómo una sombra en la luna presagia que algo malo ocurrirá, y ante la desconfianza de Jacqueline frente a un "saber popular o folclórico", Ximena se burla de ella diciéndole: "Te lo voy a escribir en un libro, para que me creas".
Jacqueline confía en el progreso y el progreso por el saber. Estudió y quiere ejercer. Quiere enseñar. Mira a Ximena como una niña a quien enseñar, pero Ximena se escapa constante y violentamente de ese lugar. Para Jacqueline hay que saber leer y escribir, porque "así es como debe ser". Pero Jacqueline es débil frente a la fuerza de una mujer curtida por los años y la miseria, por una hermana y madres muertas, por un padre que la abandonó.
Ximena desafía... quiere que le lean, se resiste a aprender. Desafía la utilidad del leer y escribir (aunque en el fondo sufre su "no saber"). Jacqueline argumenta y recontraargumenta para vencer la resistencia de Ximena. Pero cuando logra disponerla a aprender, la trata como una nenita y Ximena reacciona.
En medio del tire y afloje, del conflicto entre querer saber y no, querer enseñar a toda costa, las mujeres hablan de otras cosas, fortalecen una "amistad", se quieren.
Entre muchas de las estrategias dilatorias de Ximena para no tener que sentarse a ser enseñada, pone música, baila y exhorta a Jacqueline a bailar. Jacqueline "no sabe bailar", dice que no sabe, se sonroja, se siente intimidada... y Ximena sigue bailando y la tienta. "Vamos, baila!". Jacqueline no sabe, no puede... no sabe y no puede, pero se tienta... y en un momento crucial de la obra, Jacqueline empieza a bailar, a bailar riéndose de que no sabe lo que hace, riéndose histéricamente, empezando a soltar el cuerpo hasta que el cuerpo se le escapa. Y baila tan ridículamente que causa gracias, se ríe ella, se ríe el público... y de pronto, de tanto haber liberado el cuerpo, se encuentra con el cuerpo de Ximena y la besa. Jacqueline besa a Ximena. La escena se detiene, al igual que la música. Y Jacqueline huye de la escena y de la casa de Ximena.
Jacqueline hace un monólogo aparte que es uno de los momentos más emotivos de la obra: habla de sueños que tuvo - habla de que nunca soñaba y ahora sí. Entre los sueños extraños, perturbadores, que relata, vuelve a lo que sí sabe - porque no sabía bailar, no sabía soñar, y ahora sí. Lo que ella sabe es que: "Una profesora es... no sé... una profesora tiene que... no sé! - con cada no sé desepera más, porque sabe que no sabe - una profesora debe ser... no sé, no sé!".
He aquí cristalizado lo que recorrió toda la obra: la ambigüedad. La dualidad de quien no sabe y quien sabe. De la analfabeta que no sabe leer ni escribir, pero sabe del sufrir, de la miseria, del maltrato, de la burla, de bailar, del dolor de la pérdida tremenda. Y de lo que sabe la profesora iluminada pero mediocre, porque sabe "de los libros", porque solo cree lo que allí lee, porque cree que las cosas (y las personas) "son", "tienen que", "deben ser"... y de lo que no sabe, no sabe bailar, no sabe soltar su cuerpo, no sabe de su ambigüedad sexual (que claro que se resolverá compulsivamente en un profesorcito que le pedirá pololeo). Jacqueline sabe que las cosas se definen, se encierran en reglas - como las ortográficas y las de la gramática. Jacqueline sabe por imposición. Ximena es la crítica. Crítica que se le hace carne a Jacqueline cuando baila y cuando sueña, y cuando monologa y adquiere en ese momento una profundidad existencial que no tuvo en toda la obra, porque se quedaba en la superficie, la superficie de lo que aprendió, la superficie de lo que nunca cuestionó, la superficie tranquila que la salvaba de las preguntas, de las dudas, de la crítica.
El analfabetismo duele. Duele quedar afuera de la "comunicación". Le duele a Ximena porque la coloca en un afuera o un segundo lugar. Pero también le duele a Jacqueline, le duele su "analfabetismo", porque no sabe de su cuerpo y sus deseos, porque no sabe que "no sabe" mucho. Le duele a Jacqueline no saber de lo impuesto, repetitivo, coercitivo de lo que cree saber.
La obra se llama "Las" analfabetas. Creo que son dos las personas que no saben, dos las personas que tienen que aprender. Dos las personas que quedan afuera: Ximena, afuera de la comunicación normal, de la circulación del saber, de la jerarquía de los "educados". Jacqueline queda afuera de su deseo, de la libertad posible de su cuerpo, de la crítica de lo aprendido, de la posibilidad de buscar otro saber, uno propio,  uno construido desde la libertad del cuestionamiento y no desde la sumisión de la repetición.
Finalmente, Ximena y Jacqueline se sientan a leer la carta que el padre de Ximena le dejó. Ximena ahora saber leer y escribir. Toma la carta guardada por años y se dispone a leerla como huella de algún mensaje final de un padre que se fue y nunca más volvió. 
Pero la carta no es carta de despedida. La carta es una nota con un par de recomendaciones para Ximena y su hermana. La nota le dice con qué dinero sostenerse unos días hasta que él vuelva de una "pega" que le salió en otro lado. Y allí, con el rostro de Ximena combinando la sensación de absurdo y sorpresa, termina la obra.
Leer le sirvió a Ximena para saber que su padre no la abandonó, que su padre no pretendió abandonarla, que a su padre algo le pasó y no volvió. El abandono que Ximena sintió toda una vida, no fue. De nada le sirve a Ximena saber esto ahora. Ya vivió como "abandonada", como abandonada a una vida de miseria y analfabetismo. De nada le sirve a Ximena saber esto ahora. O peor aún, esto le confirma un saber a Ximena: el saber del absurdo, del sinsentido,de que no hay "fundamento" o "por qué". Esto Ximena ya lo sabía.

lunes, 3 de enero de 2011

Transe Express: arte en el aire y al aire libre

Y arrancó Santiago a Mil... la compañía francesa "Transe Express" (http://www.transe-express.com) deleitó a la gente reunida en la Plaza de Armas con sus espectáculos "Hombre Móvil" y "Lluvia de Violines". El espectáculo fue gratuito y, por tanto, masivo. Fue al aire libre. Y fue literalmente "en" el aire: la performance ofrecía un espectáculo musical cuyos intérpretes (cantantes y músicos) pendían sobre su público, enganchados a una estructura movida por dos grúas enormes. Además, cada uno de los espectáculos incluía una acróbata que no contenta con estar a una altura altísima, jugaba en su trapecio como si nada... mejor aún, como si nada y al ritmo de la música.
Fue impresionante observar esa performance en el aire, sobre nuestras cabezas incluso, jugueteando quien dirigía el espectáculo con subir y bajar a los actores-músicos-acróbatas para acercarlos a su público. Pero además la intervención del espacio público que logró también merece admiración: fusionar la cotidianeidad de la Plaza de Armas con la performance transfiguró claramente el espacio común en un espacio "fuera" de lo común. Ya sea por la gente en la calle aguardando la llegada de los artistas, ya sea por la masividad habilitada por la gratuidad del evento, la calle estaba tomada y tomada por lo artístico y su disfrute. La performance irrumpía en el espacio cotidiano, transfigurando una plaza, pero también irrumpía en el tiempo cotidiano: todos los que estábamos en la plaza habíamos optado por "ir a ver el show", por permitir un momento diferente en los días siempre los mismos, para ir a ver algo "distinto". Creo que en ese acto de libertad ya comienza el placer, antes aún del espectáculo en sí mismo.
Pero no solo el espacio y el tiempo pierden su carácter común, también el pensamiento. Mirábamos con mis amigos a los artistas colgados sobre nosotros y pensábamos qué adrenalina maravillosa correría por sus venas... siempre me pasa eso: el hecho artístico me redunda en una curiosidad profunda acerca de una vida para el arte, qué sería dedicar mi vida al arte. Arte que, como todos sabemos, su propia definición es esquiva y misteriosa. Yo tiendo a pensarlo como un "otro" de mi cotidianeidad, idealizando quizás el quehacer del trabajador del arte - porque eso es lo interesante también, que esa gente estaba en ese momento de suspenso "trabajando", ejecutando su oficio, probablemente incluso ganándose su pan. Y me pregunto cómo será ganarse el pan por medio del arte. Me pregunto cómo será vivir de hacer eso que tiene claramente un fin en sí mismo, en el sentido de que todo ese esfuerzo, ese trabajo, esa técnica y práctica se consume ahí, en ese momento en que la performance se realiza. 
Mi idealización se reconoce inmediatamente como romántica e ingenua: el artista también hace una "carrera", como la hago yo en lo mío. El artista también se cansa de la rutina de su trabajo. De sus "jefes", de sus "compañeros". El artista también tiene que buscar un ascenso económico y jerárquico. Pero de todos modos el romanticismo se me reaparece en el envidiar el hacer algo con tanta expresión, tanta finalidad sin fin - porque ahí está la performance, la acción y el resultado todo en uno. La acróbata girando sobre su trapecio, moviendo el cuerpo entre el riesgo del aire y el ritmo de la música, realiza su "arte", lo hace y lo produce todo en el mismo momento. Pero en un momento que parece estirarse indefinidamente... y la miraba disfrutar de lo que hacía, ser toda ella su cuerpo y su movimiento, y nada más. Me fascina la imagen y me pregunto por su interior, por qué es lo que hay en esa escena, en esa actuación. Me pregunto si como yo la miro, idealizando la performance, ella se sentirá, o si estará simplemente "haciendo su trabajo". Tiendo a pensar que no (y entonces la sana envidia se reaviva), que en el terreno de lo artístico nunca se puede "solo estar haciendo el trabajo".
En realidad algún punto de comparación tengo con mis quehaceres de escritura laboral (no vacacional-placentera-libre, como este blog) y con mis años de estudio de piano... hay momentos de la escritura, como momentos de la interpretación de una pieza, que son puro perderse en el estar haciendo. Pero también la escritura necesitó estudio, técnica, práctica, esfuerzo, repetición, cansancio, hartazgo, disgusto, repetición de nuevo, y más estudio, y más esfuerzo (al igual que el piano). Pero dedicar la vida a colgar de un trapecio y bailar, no sé... hay algo extra ahí. Si está ahí o lo puse yo románticamente, lo seguiré pensando.
Un último comentario merece la orquesta juvenil de la comuna Puente Alto. Ese grupo de jóvenes músicos - en su mayoría adolescentes - acompañó la performance con entusiasmo. He aquí otro elemento feliz de la intervención del espacio público: no solo en lo que tiene de pública una plaza y una avenida principal, sino en lo que tuvo de "público" que este grupo de chicos pudiera mostrar lo que seguramente fue el resultado de muchos ensayos y mucha energía. Y no solo "mostrar" sin más, sino como inauguración de un respetado festival de teatro, frente a una cantidad inmensa de gente, en el centro de su país. Esto también es lo que del arte merece ser pensado y profundizado: su posibilidad democrática. Nadie borrará de la memoria de estos chicos y su directora la satisfacción absoluta de ser escuchados, aplaudidos, y reconocidos en una tarea tan costosa seguramente, y no solo en términos de esfuerzo, sino también de tiempo y recursos. Si para eso también estuvo la performance, para esa publicidad de la voluntad de arte de esos chicos, bienvenida sea!
Y lo digo pensando en particular en un comentario en la página de Facebook de Santiago a Mil, donde alguien se quejaba diciendo que le parecía muy buena la apertura pero que le molestó que cortaran las calles para hacerlo un día de semana porque había tenido que desviarse y (decía literalmente) "le dolían los pies". Es interesante pensar si no vale ofrecer un poco de dolor de pies para que un acontecimiento de estas características sea posible - y entre todas la características, a las que me refiero puntualmente son la gratuidad, la masividad, la publicidad y la democracia. Me pregunto si en la idea misma de lo que sea "democrático" no está incluido desde el vamos la apertura de más posibilidades a más gente - como la posibilidad no solo de presenciar un acontecimiento artístico sino la de ser parte del mismo, como la orquesta de Puente Alto. Me pregunto si no es parte del impulso igualitario de la democracia el que de vez en cuando la calle que es "común" para ser transitada sin problemas se vuelva "común", pero porque reúne a una comunidad en un momento de disfrute para todos. Quizás no sea tan costoso desviarse un poco, a la vuelta del trabajo, para dejar que otros disfruten de algo que quizás no les es accesible cotidianamente. Porque no se es comunidad solo para votar presidentes o protestar en plazas. También se es comunidad para disfrutar y para hacer posible, ampliar la posibilidad misma de un momento de disfrute - en una existencia común y rutinaria - a la mayor cantidad de gente posible. Creo que esto debe ser parte de lo que está en la intención de los organizadores de Santiago a Mil en lo que respecta a los eventos gratuitos que han planificado. Ese impulso democrático merece ser celebrado... y a los pies, agua fresca y listo.

domingo, 2 de enero de 2011

Hechos consumados - o de por qué escribir a partir de los días de teatro de Santiago a Mil

Este blog se propone transmitir por medio de la escritura el efecto - por no decidir si se trata de una "experiencia", una "vivencia", una "sensación" - de una serie de obras de teatro que compartiremos con amigos, ofrecidas a través de "Santiago a Mil" (para que conozcan el evento, Cf. http://www.santiagoamil.cl).


Mi interés no es constituirme en una crítica de teatro, dada la certeza de que carezco de las capacidades necesarias para tal tarea. Menos aún me motiva hacer balances calculadores de lo que estuvo "bien" o lo que estuvo "mal", de las logradas o no actuaciones, de los textos interesantes o mediocres. Y menos que menos habrá aquí recomendaciones a favor o en contra (más aún, se dirá lo bueno y estimable, o no se dirá nada). Sin querer sonar pretenciosa, nos situaremos más allá del bien y del mal. Probablemente en ese terreno diverso de lo placentero y lo inspirador. En síntesis, y mejor aún, se trata de otra cosa: de arrojar al espacio virtual - por el puro placer de revolear lo que sea, sobre todo palabras - el efecto, complejo en su naturaleza emocional, hedonista, filosófica, de transitar las piezas teatrales del festival mencionado.


La obra que originalmente impulsa esta escritura corresponde en realidad al festival del año pasado. Fue "Hechos consumados", de Juan Radrigán (http://www.memoriachilena.cl/temas/index.asp?id_ut=juanradriganrojas,1937-), obra que da por tanto su nombre al blog. Tan intensa, tan movilizadora, tan existencialista, tan tremenda fue, que tuve - no hubo opción - que salir corriendo por las calles de Santiago a buscar el texto, para releerlo pronto y tratar de revivir todo eso de nuevo... y de pensarlo, pensarlo a fondo. "Somos hechos consumados" es la frase de uno de los protagonistas donde se resume maravillosamente la nihilidad de la existencia patentizada en la marginalidad, el hambre, la explotación, el exilio, la muerte absurda. Tengo el texto en mi mesita de luz... cuando puedo, vuelvo a él. Para volver a lo que provocó, para seguir tirando del hilo de su riqueza filosófica... 


Ahora, buscando repetir - en la repetición siempre diferente, claro - esa conmoción de ideas estéticas, éticas, políticas y existenciales - ideas encarnadas porque se piensan también en el cuerpo, en un placer que es de la carne y de la mente, de todos lados - me preparo para comenzar mañana un nuevo ciclo de teatro. Teatro y amigos (teatro disfrutado y compartido con amigos), y la predisposición al placer que se niega con frecuencia y estupidez en la rutina y que los períodos vacacionales habilitan. 


A pensar y disfrutar entonces, una y la otra cosa, las dos cosas juntas, en su vitalísima mezcla.