lunes, 17 de enero de 2011

“El viento en un violín”

En “El viento en un violín” (http://www.santiagoamil.cl/es/?p=4218), Claudio Tolcachir escribe y dirige una obra que plantea la pregunta por la parentalidad, por el ser madre, el ser padre, el serlo desde el deseo y el serlo desde la facticidad, la realidad.

Celeste y Lena son una pareja joven (respectivamente, Tamara Kiper e Inda Lavalle). Celeste es una chica con problemas de salud, física y mental. Celeste es la debilidad femenina típica. Lena asume un rol más masculino en la pareja, de protección, incluso de cierto liderazgo. Ambas se aman con intensidad: Celeste ama desde la inocencia, la infantilidad, el delirio y la sumisión. Lena ama desde la posesividad, la fuerza, la decisión, la planificación. Viven en un hogar precario, humilde, del Gran Buenos Aires. Lena trabaja, para sostener a su pareja y su proyecto: Celeste y Lena quieren, desean con todo su ser, ser madres.

Celeste es hija de Dorita, personaje genialmente interpretado por Araceli Dvoskin. Dorita entiende y no quiere entender, a la vez, que la hija “tiene una novia”. Pero al fin y al cabo todo lo acepta, todo lo asume, todo lo carga con naturalidad a una mochila ya pesada de ser la madre de una hija muy enferma, que nadie creía (más que su propia madre) que viviría tanto. Mochila donde el yugo del trabajo cotidiano, en su casa y para sostener su casa, se lleva sin chistar. Dorita es estimada por la mujer que la contrata como mucama, Dora es “Dorita” para todos. Pero también es agredida verbalmente, manipulada, explotada. Y Dorita todo lo que viene lo asume y lo acompaña, incluso tarareando alguna canción, probablemente una canción de cuna o una canción popular… porque Dorita sigue, sigue y sigue, y hasta puede tararear sin inmutarse, como su adaptación y sometimiento a la normalidad de lo dramático le permiten.

La “señora” para la que trabaja Dorita es “Mecha” (Miriam Odorico). Mecha enviudó tempranamente y es el único sostén económico y parental de su familia, constituida por su hijo único, Darío. Mecha exhibe una neurosis y una histeria deliciosas. Se queda dormida, se despierta exaltada, inventa excusas para justificarse frente a su lugar de trabajo porque llega tarde a las reuniones, le grita y la putea a Dorita para que le traiga rápido su ropa, así como en el medio habla con Dorita para hablar de ella misma en un monólogo o para darle un lugar de expresión a Dorita, que rápidamente le quita para seguir monologando. Pero logra al menos retener, del poco espacio que le dio a Dorita, cómo ella “está peor”, cómo Dorita “sí que tiene problemas” – lo retiene para disminuir los problemas con los que le viene su hijo, no los suyos propios. Mecha no tiene problemas económicos. El problema de Mecha es su hijo, Darío.

Darío (Lautaro Perotti) es el hijo adolescente eterno, el hijo “eterno”. No termina la carrera, no consigue trabajo, va a terapia y cree saber más que su analista. Vive sofocado por su madre – pero no hace nada para liberarse del ahogo. Darío está “en la nada”. Mecha padece como una preocupación constante que su hijo “no va hacia ningún lado”, pero por otra parte se repite constantemente a sí misma – en el monólogo permanente que sostiene, ya sea sola o en los falsos diálogos con otros – que “Darío ya va a arrancar”.  “A Darío le faltó la presencia del padre”, es eso. Es decir, Darío no tiene responsabilidad sobre sí mismo y quién es. Pero “ya va a arrancar”. Mecha constantemente malcría a su hijo, lo sobreprotege, inventa lo que sea para favorecer que “se encamine” – le paga a compañeros de la facultad para que se queden a estudiar con él, interviene en su terapia, le paga al analista para que lo contrate en su consultorio, pero sin decir que fue idea de ella ni decir que es ella la que le pagará el sueldo. Mecha le inventa todas las facilidades posibles a su hijo para hacerle creer que avanza, que es alguien, que tiene valor… y con cada artilugio y estrategia solo consigue disminuirlo más, hacerlo sentir más “hijo”, más dependiente, más incapaz. Y quizás haya que preguntarse si a Mecha sus intentos “denodados” de madre por ayudar a su hijo “le salen mal” o le salen exactamente como ella quiere.

Dos cuestiones sobre la parentalidad aparecen subrayadas en la obra: el deseo de tener un hijo y el deseo de ver al hijo hacer una “buena vida” o “ser feliz”. Los dos temas se relacionan, se entrecruzan, se solapan: es el hijo como proyecto y el hijo como realidad – donde toda realidad del hijo es igual un proyecto, en alguna medida, para sus padres.  Creo que en dos escenas fundamentales de la obra se abre la oportunidad de la reflexión sobre este tema doble.

La primera escena que quiero destacar es aquella en la que se somete a discusión quién “debe” criar al hijo que Celeste va a tener. Ese hijo fue concebido por Celeste y Darío, habiendo forzado Lena a Darío a acostarse con Celeste – el plan inicial era que Celeste lo sedujera y tuviera sexo sin preservativo con él, pero cuando ese plan fracasa, Lena decide llevar a cabo su objetivo de que Celeste se embarace de todos modos, amenazando a Darío con una navaja. Darío había sido elegido por la pareja (como donante inconsciente de esperma) entre un grupo de gente en una fiesta de egresados. Ni Celeste ni Lena ni Darío sabían que estaban relacionados a través de Dorita – mucama en la casa de Mecha y Darío; madre de Celeste. La “violación” de Darío y sus perpetradoras sale a la luz gracias a las cámaras de seguridad de la casa de Darío, que registraron la entrada forzada de Lena y su navaja.

Toda la peripecia anterior culmina en Celeste y Lena amenazadas por Mecha de enfrentar la prisión – Mecha, quien, como no podía ser de otra manera, asume el control de la situación frente a su hijo “víctima” (aunque no sin algún margen de conflicto para someterlo a su voluntad). Pero Mecha no quiere la cárcel de las perpetradoras, quiere el bebé. Y se dispone a negociar para conseguirlo. Y la negociación es fácil: o se aceptan sus términos, o Lena y Celeste van a la cárcel (en todo esto es genial el silencio del personaje de Dorita… Dorita no opina, no lucha, no discute… espera las consecuencias para sobrellevarlas. Dorita seguirá, ante cualquier nuevo acontecimiento y sus consecuencias, tarareando mientras hace algún quehacer doméstico).

Pero no solo cuenta Mecha con las armas de la negociación a su favor, Mecha también cuenta con la “lógica” argumentativa por la cual, bajo cualquier premisa, la conclusión más “razonable” es que ese bebé lo críen ella y su hijo, en su casa acomodada (seguramente de algún lugar de la Capital Federal). “La mejor vida” la tendrá ese bebé en las “mejores condiciones” que pueden ofrecerle ellos: una casa con comodidades (no como el hogar precario de Dorita y su hija); mayor seguridad económica; mejor educación; bienestar general. Todo indica, irrefutablemente, lógicamente, que ese bebé estará mejor en la casa de Mecha. Mecha afirma, con la tranquilidad de quien tiene toda la razón de su parte, que el “simple deseo” de ser madres de Lena y Celeste no alcanza para darle una buena vida a ese bebé. El deseo es egoísta. Ese deseo no es suficiente para garantizarle un buen futuro al bebé en camino. Mecha argumenta conclusivamente. Tiene toda la razón. Tanta razón, que no hace falta ninguna emocionalidad en sus palabras… Mecha no se inmuta demasiado al hablar. Habla con calma, sentencia, dictamina, con absoluta tranquilidad, como quien expone el resultado de un cálculo matemático.

La argumentación intachable de Mecha convence a cualquiera de la exactitud de sus inferencias racionales. Pero es Lena quien rechaza la argumentación. La repulsa, la intenta eliminar con toda la emocionalidad de que está cargado su proyecto. “Ese bebé es nuestro”. Es su hijo, el hijo de su amor, el hijo que hace carne su proyecto de humilde vida feliz con Celeste. No le importan las razones, los cálculos, los argumentos a Lena… Lena solo sabe que ama a ese hijo, que lo desea, que es “suyo”. Tan suyo antes de ser siquiera algo en el mundo, que la desesperación la puede como para hacerlo venir de cualquier modo… Lena se arrepiente de forzar a Darío cuando su plan falló. Pero no había otra salida. No había otra opción. Lena desespera ante el deseo de su hijo y la imposibilidad de tenerlo de otro modo – porque la vida precaria de Lena y Celeste no admite los lujos tecnológicos de la inseminación artificial. Sus posibilidades son mínimas, y ante lo mínimo posible solo cabe la desesperación para llevar adelante el deseo.

El amor desesperado de Lena por su hijo, por su Celeste, por esa familia que quiere ser, no desconoce la impecabilidad lógica de las palabras de Mecha. Pero eso no importa. Mecha tendrá toda la “razón”, pero Lena tiene el “deseo”. Y razón y deseo discuten en planos distintos. O no?

Hay que ver más allá de los polos existenciales en los que Mecha y Lena se posicionan.  Rascando un poco la superficie, tan lejos no se encuentran.

Lena tiene “sus razones”. Lena tiene sus argumentos. Tan válidos como los de Mecha. Lena quiere ser feliz y, para ser feliz, quiere su familia. Su mujer y su bebé. Y en realidad no duda de que ese bebé tendrá una “buena vida”, porque la buena vida para Lena es ser el destino del amor inmenso que tiene para esa criatura aún no nacida. Para Lena, que vive en la precariedad, el margen, la carencia, no son esas las verdaderas “faltas” en una vida: la “falta” es falta de amor, es falta de deseo, es falta del ser que se ama y se desea – ya sea Celeste, ya sea el hijo de ambas. Lena tiene muy en claro sus premisas y sus conclusiones. Lena tiene muy en claro sus objetivos y los medios para alcanzarlos. No es el personaje de la pura “emotividad”. No, Lena tiene una razón que todo lo justifica y que todo lo impulsa: la razón del amor que busca para su vida, una vida con Celeste, su bebé, una vida en familia – la familia que ella se quiere procurar, la familia que ella desea, y no la “familia” tal y como se la venden quienes luego se arrogan el deseo de dictaminar qué es una “buena vida”. Lena atravesará todo y  transgredirá todo (para lo que ya está habituada, desde su homosexualidad) para ser quien ella quiere ser: una madre, en “su” familia.

Mecha tiene su “deseo”, la verdad detrás de las “razones” esbozadas. Más aún, no la motivan sus argumentos. Mecha también (al igual que Lena) es llevada por el deseo: el deseo de “otro” hijo, no otro como “siguiente”, sino otro como “reemplazo”, como “nueva oportunidad”, como “redención”, frente a ese hijo que dice amar pero que en realidad también desprecia. Frente a ese hijo del que intenta convencerse que “ya va a arrancar”, para no ver que no quiere, que no arranca porque no quiere. Mecha pone tantas expectativas en el futuro de su hijo como decepción siente en su presente. El deseo de que a Darío “le vaya bien” es tanto deseo de bienestar para el hijo querido como juicio moral sobre “lo mal” que le va – mal que se ha buscado él, mal que se merece por inútil.

El personaje de Mecha pone de manifiesto, trae a la expresión en su unicidad, la dualidad de la maternidad: ese amor absoluto por el hijo, por el cual se sufre, se llora, se teme, se ruega que sea “feliz”, “normal”, amor que también puede ser despótico, cruel, agresivo… porque el hijo de Mecha “va a ser feliz”, lo quiera o no.
Y así viene la segunda escena que me parece fundamental en la obra. Es una escena tan tremenda que causa en el público tanto horror como risa… porque uno se ríe de lo absurdo, pero también se ríe de aquello que asusta, como asusta la más oscuro y verdadero. Lo más ocultado pero no menos real por eso.

Se produce una discusión entre Mecha y Darío. A lo largo del problema de la negociación para definir dónde se quedará el bebé, Darío primero se somete a su madre, pero no del todo.  Él entiende el deseo de Lena y Celeste y quiere que ellas también sean parte de la vida del bebé. Y también descubre su deseo: su deseo de ser padre, de ser parte, de participar, de volverse agente por una vez frente a un acontecimiento tan inesperado como habilitador para su vida sin rumbo. Cada tanto Darío discute frente a los planteos de su madre, ante la extorsión a la que somete a Lena, Celeste y Dorita. Su sumisión se va desdibujando.

En medio de un punto álgido de enfrentamiento entre Mecha y Darío, Mecha se pone violenta, agresiva y golpea a su hijo al punto de hacerlo caer al suelo. Lo golpea y le grita: “vos sos normal, vos sos normal”, con  toda la intensidad de quien se quiere convencer de lo que no cree, con toda la intensidad de quien quiere doblegar al otro para que haga lo que “ella” quiere. Y en el momento culminante de ese furor de Mecha – señora muy educada y delicada, que pierde sus estribos completamente, al punto que el elegante pañuelo que lleva en los hombros se vuelve parte del puño con el que golpea a Darío -, patea al hijo tirado e indefenso, gritándole: “Vos vas a ser feliz!!!”.

Escena brutal como es brutal ver con claridad lo que las buenas maneras y las razones prolijas esconden. La brutalidad del amor de la madre. Brutal para su hijo, tornándose en violencia contra él. Darío está obligado a ser feliz para su madre. “Vos vas a ser feliz”. No es una opción, no es una elección, es la demanda absoluta de la madre al hijo, demanda en la que se cifra la justificación de “todo lo que ha hecho por él”. Todo su sacrificio se paga con un solo sacrificio: el del hijo, de ser “feliz” para su madre, a cualquier precio. Pero la brutalidad también se ejerce contra Mecha, contra su propia “buena vida”. Mecha, como “madre”, no puede sino garantizar la felicidad de su hijo, aunque esa felicidad sea su miseria. La miseria de la vida de Mecha es no poder dejar a su hijo ser, ser libre, buscar su camino… no poder soltarlo, no poder separarse de su rol de madre. La maternidad de Mecha asfixia a Darío, como la asfixia a Mecha… al fin y al cabo, la liberación le llegará a Mecha cuando nada salga como ella lo quiso y pueda gritar su decepción. La decepción que Darío es para ella, la asfixia que para ella fue ser su madre. Mecha se liberará – como quien es a la vez libre y despojada – cuando asuma y grite (una vez más): “La vida no tiene sentido, Darío. Y eso es maravilloso”.
Mecha se libera del yugo de dar “sentido” a su vida como madre, de dar “sentido” a la vida de su hijo como “direccionalidad” hacia la felicidad y la normalidad. Se libera de esperar que toda su miseria y neurosis adquieran justificación. No, no la hay, y ser liberada de esa espera del sentido la hace libre. Pero también la despoja, la deja vacía… Mecha termina yéndose a su cama y de allí no sale.

La obra termina con una escena conciliadora, entre graciosa y esperanzadora: Darío se va a vivir al conurbano con Lena y Celeste. Ahí, en ese lugar tan marginal, Darío cierra la obra abrazando a su bebé. No sabemos si es feliz o no, pero aparentemente encontró algún lugar para llamar “suyo”. Una familia nueva, diferente, diversa, se inicia… no sabemos qué será de esa maternidad y esa paternidad tan nuevas. Pero sí sabemos donde terminó la maternidad de Mecha – en la catarsis, el grito desesperado, y nada más.

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